Ser pequeños nos recuerda que no somos autosuficientes, que necesitamos de Dios, pero también de los demás, de todos y cada uno: de las hermanas y hermanos de otras confesiones, de quien profesa un credo religioso diferente al nuestro, de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Nos damos cuenta, con un espíritu de humildad, que sólo juntos, en el diálogo y en la aceptación recíproca, podemos hacer algo verdaderamente bueno por todos. Es la tarea particular de la Iglesia en este país, no ser un grupo que se deja arrastrar por las cosas de siempre, o que se encierra en su caparazón porque se siente pequeña, sino una comunidad abierta al futuro de Dios, encendida por el fuego del Espíritu: viva, llena de esperanza, disponible a su novedad y a los signos de los tiempos, animada por la lógica evangélica de la semilla que da frutos de amor humilde y fecundo. De este modo, la promesa de vida y de bendición, que Dios Padre derrama sobre nosotros por medio de Jesús, se hace camino no sólo para nosotros, sino que se realiza también para los demás.
Y se realiza cada vez que vivimos la fraternidad entre nosotros, que atendemos a los pobres y a quienes están heridos por la vida, cada vez que en las relaciones humanas y sociales damos testimonio de la justicia y de la verdad, diciendo "no" a la corrupción y a la falsedad. Que las comunidades cristianas, en particular el seminario, sean "escuelas de sinceridad"; no ambientes rígidos y formales, sino gimnasios de la verdad, de la apertura y del intercambio. Y que en nuestras comunidades -recordémoslo- seamos todos discípulos del Señor: todos discípulos, todos esenciales, todos de igual dignidad. No sólo los obispos, los sacerdotes y los consagrados, sino todos los bautizados han sido sumergidos en la vida de Cristo y en Él -como nos recordaba san Pablo- están llamados a recibir la herencia y a acoger la promesa del Evangelio. De manera que se ha de brindar un espacio a los laicos. Les hará bien, para que las comunidades no se hagan rígidas y no se clericalicen. Una Iglesia sinodal, en camino hacia el futuro del Espíritu, es una Iglesia participativa y corresponsable. Es una Iglesia capaz de salir al encuentro del mundo porque está entrenada en la comunión. Me sorprendió que en todos los testimonios se decía continuamente una cosa: no sólo el padre Ruslan y las religiosas, sino también Kirill, el padre de familia, nos ha recordado que, en la Iglesia, en contacto con el Evangelio, aprendemos a pasar del egoísmo al amor incondicional. Es una salida de sí mismo, que todo discípulo necesita constantemente; es la necesidad de alimentar el don recibido en el Bautismo, que nos impulsa a que, en todo lugar -en nuestros encuentros eclesiales, en las familias, en el trabajo, en la sociedad- seamos hombres y mujeres de comunión y de paz, que siembran el bien allí donde se encuentren. La apertura, la alegría y el intercambio son los signos de la Iglesia de los orígenes, y son también los signos de la Iglesia del futuro. Soñemos y, con la gracia de Dios, edifiquemos una Iglesia que esté más llena de la alegría del Resucitado, que rechace los miedos y las quejas, que no se deje endurecer por dogmatismos ni moralismos.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos todo esto a los grandes testigos de la fe de este país. Quisiera recordar, en particular, al beato Bukowiński, un sacerdote que gastó su existencia cuidando a los enfermos, a los necesitados y a los marginados, sufriendo en carne propia la fidelidad al Evangelio con la prisión y los trabajos forzados. Me han contado que, ya desde antes de la beatificación, siempre había sobre su tumba flores frescas y una vela encendida. Esto confirma que el Pueblo de Dios sabe reconocer dónde hay santidad, dónde hay un pastor enamorado del Evangelio. Quiero decirlo particularmente a los obispos y a los sacerdotes, esta es nuestra misión: no ser administradores de lo sagrado o gendarmes preocupados por hacer que se respeten las normas religiosas, sino pastores cercanos a la gente, imágenes vivas del corazón compasivo de Cristo. Recuerdo también a los beatos mártires greco-católicos, al obispo Mons. Budka, al sacerdote Zariczkyj y a Gertrude Detzel, cuyas causas de beatificación se han abierto. Como nos ha dicho la señora Miroslava, ellos llevaron el amor de Cristo al mundo. Ustedes son su herencia: ¡sean promesa de nueva santidad!
Estoy cercano a ustedes y los animo. Vivan con alegría esta herencia y den testimonio de ella con generosidad, para que todas las personas con las que se encuentren puedan percibir que también hay una promesa de esperanza dirigida a ellas. Los acompaño con la oración; y ahora nos encomendamos de manera particular al corazón de María Santísima, a quien veneran de modo especial como Reina de la paz. Leí sobre un bonito signo maternal que sucedió en tiempos difíciles: mientras tantas personas eran deportadas y se veían obligadas a pasar hambre y frío, ella, Madre tierna y cariñosa, escuchó las oraciones que sus hijos le dirigían. Durante uno de los inviernos más crudos, la nieve se derritió rápidamente, haciendo surgir un lago con muchos peces, que dieron de comer a muchas personas que morían de hambre. ¡Que la Virgen derrita el frío de los corazones, infunda en nuestras comunidades una renovada calidez fraterna y nos dé una nueva esperanza y un nuevo entusiasmo por el Evangelio! Yo, con afecto, los bendigo y les doy las gracias. Y les pido, por favor, que recen por mí.