El exceso de velocidad nos mete en una centrífuga que nos barre como confeti. La mirada de conjunto se pierde por completo. Cada uno se aferra a su propia pieza, que flota sobre los flujos de la ciudad-mercado, para la cual los ritmos lentos son pérdidas y la velocidad es dinero. El exceso de velocidad pulveriza la vida, no la hace más intesa.
La sabiduría. Es necesario perder tiempo. Cuando vuelves a casa y ves a tu hijo, a tu hija, niños, pierde tiempo. Este diálogo es fundamental para la sociedad. Perder tiempo con los niños. Cuando vuelves a casa y está, quizá el abuelo, la abuela, que no razonan bien, ha perdido un poco la capacidad de hablar, y tú estás con él, este perder tiempo fortalece a la familia humana. Es necesario gastar el tiempo, que no es un tiempo productivo -económicamente- con los niños y los ancianos porque ellos nos dan otra capacidad de ver la vida.
La pandemia, en la cual estamos todavía obligados a vivir, ha impuesto –muy dolorosamente, lamentablemente– un revés para el obtuso culto a la velocidad. Y en este período los abuelos actuaron como barrera ante la "deshidratación" emocional de los pequeños. La alianza visible de las generaciones, que armoniza los tiempos y los ritmos, nos devuelve la esperanza de no vivir la vida en vano. Y devuelve a cada uno el amor por nuestra vida vulnerable, cerrándole el paso a la obsesión de la velocidad, que simplemente la consume.
La palabra clave aquí es, cada uno piense: ¿Tú sabes perder el tiempo? ¿O estás siempre apresurado por la velocidad? Tengo prisa, no puedo. ¿Sabes perder tiempo con los abuelos, con los ancianos? ¿Sabes perder tiempo con tus hijos, con los niños? Esta es la piedra de comparación, piensen un poco.