El profeta Miqueas predijo grandes cosas sobre Belén: «Mas tú, Belén-Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel» (Mi 5,1). El evangelista Mateo retomará esta profecía y la vinculará a la historia de Jesús como su evidente cumplimiento.
De hecho, el Hijo de Dios no eligió Jerusalén como lugar de su encarnación, sino Belén y Nazaret, dos pueblos periféricos, alejados del clamor de las noticias y del poder del tiempo.
Sin embargo, Jerusalén era la ciudad amada por el Señor (cf. Is 62,1-12), la «ciudad santa» (Dn 3,28), elegida por Dios para habitarla (cf. Zac 3,2; Sal 132,13). Aquí, en efecto, habitaban los maestros de la Ley, los escribas y fariseos, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (cf. Lc 2,46; Mt 15,1; Mc 3,22; Jn 1,19; Mt 26,3).
Por eso la elección de Belén y Nazaret nos dice que la periferia y la marginalidad son predilectas de Dios. Jesús no nace en Jerusalén con toda la corte… no: nace en una periferia y pasó su vida, hasta los 30 años, en esa periferia, trabajando como carpintero, como José. Para Jesús, las periferias y las marginalidades son predilectas.