Jesús, cuando habla del Reino de Dios, lo describe como un banquete de bodas, como una fiesta con los amigos, como el trabajo que hace perfecta la casa, o las sorpresas que hacen la cosecha más rica de la siembra. Tomar en serio las palabras evangélicas sobre el Reino habilita nuestra sensibilidad a gozar del amor laborioso y creativo de Dios, y nos pone en sintonía con el destino inaudito de la vida que sembramos.
En nuestra vejez, queridas y queridos coetáneos, hablo a los ancianos y ancianas, la importancia de tantos "detalles" de los que se constituye la vida - una caricia, una sonrisa, un gesto, un trabajo apreciado, una sorpresa inesperada, una alegría acogedora, un vínculo fiel - se hace más grave.
Lo esencial de la vida, al que en las cercanías de nuestra despedida nos damos más importancia, nos parece definitivamente claro. He aquí: esta sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra gestación, que ilumina la vida de los niños, de los jóvenes, de los mayores, de toda la comunidad. Los ancianos debemos ser esto, luz para los demás.
Toda nuestra vida aparece como una semilla que deberá ser enterrada para que nazca su flor y su fruto. Nacerá, junto con todo el mundo. No sin dolores, no sin dolor, pero nacerá (cf. Jn 16,21-23). Y la vida del cuerpo resucitado será cien y mil veces más viva que la que probamos en esta tierra (cf. Mc 10,28-31).