Toda vocación cristiana, en este sentido, -ahora podemos ampliar un poco la perspectiva y decir que toda vocación cristiana, en este sentido-, es conyugal. El sacerdocio lo es porque es la llamada, en Cristo y en la Iglesia, a servir a la comunidad con todo el afecto, el cuidado concreto y la sabiduría que el Señor da. La Iglesia no necesita aspirantes al papel de sacerdotes, - no, no sirven, mejor que se queden en casa- sino que le sirven a hombres a quienes el Espíritu Santo toca el corazón con un amor incondicional por la Esposa de Cristo. En el sacerdocio se ama al pueblo de Dios con toda la paternidad, la ternura y la fuerza de un esposo y de un padre. Así también, la virginidad consagrada en Cristo se vive con fidelidad y alegría como una relación conyugal y fecunda de maternidad y la paternidad.
Repito: toda vocación cristiana es conyugal, porque es fruto del vínculo de amor en el que todos somos regenerados, el vínculo de amor con Cristo, como nos ha recordado el pasaje de san Pablo leído al principio. Partiendo de su fidelidad, de su ternura, de su generosidad, miramos con fe al matrimonio y a cada vocación, y entendemos el significado completo de la sexualidad.
La criatura humana, en su inseparable unidad de espíritu y cuerpo, y en su polaridad masculina y femenina, es una realidad muy buena, destinada a amar y ser amada. El cuerpo humano no es un instrumento de placer, sino el lugar de nuestra llamada al amor, y en el amor auténtico no hay espacio para la lujuria y para su superficialidad. ¡Los hombres y las mujeres merecen más que esto!
Por lo tanto, la Palabra "No cometerás adulterio", aunque sea en forma negativa, nos orienta a nuestra llamada original, es decir, al amor conyugal pleno y fiel, que Jesucristo nos ha revelado y nos ha dado (cf. Rom 12: 1).
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