Sin embargo, hay otro amor, el del Padre "que está en los cielos". Nadie debe dudar que es destinatario de este amor. Nos ama. "Me ama", podemos decir. Si incluso nuestro padre y nuestra madre no nos hubieran amado, -es una hipótesis histórica- hay un Dios en el cielo que nos ama como nadie en la tierra nunca lo ha hecho ni lo podrá hacer.
El amor de Dios es constante. El profeta Isaías dice: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada "(49: 15-16). Hoy están de moda los tatuajes: "En las palmas de mis manos te tengo tatuada". Me he hecho un tatuaje tuyo en las manos. Yo estoy en las manos de Dios, así, y no puedo borrarlo. El amor de Dios es como el amor de una madre que nunca se puede olvidar. ¿Y si una madre se olvidase? "Yo no me olvidaré", dice el Señor. Este es el amor perfecto de Dios, así nos ama. Si todos nuestros amores terrenales se desmoronasen, y no quedase nada más que polvo, siempre queda para todos nosotros, ardiente, el amor único y fiel de Dios.
En el hambre de amor que todos sentimos, no buscamos algo que no existe: es, en cambio, la invitación a conocer a Dios que es padre. La conversión de San Agustín, por ejemplo, pasó por esa cima: el joven y brillante retórico buscaba sencillamente entre las criaturas algo que ninguna criatura podría darle, hasta que un día tuvo el coraje de mirar hacia arriba. Y ese día conoció a Dios. A Dios que ama.
La frase "en los cielos" no quiere expresar una distancia, sino una diferencia radical de amor, otra dimensión de amor, un amor incansable, un amor que permanecerá siempre, todavía más, que está al alcance de la mano. Solo hace falta decir: "Padre nuestro que estás en los cielos" y ese amor viene.