Al viento, después, se agrega el fuego que recuerda a la zarza ardiente y al Sinaí con el don de las diez palabras (ver Ex. 19,16-19). En la tradición bíblica, el fuego acompaña a la manifestación de Dios. En el fuego, Dios da su palabra viva y enérgica que se abre al futuro; el fuego expresa simbólicamente su obra de calentar, iluminar y probar los corazones, su cuidado en probar la resistencia de los trabajos humanos, en purificarlos y revitalizarlos. Mientras que en el Sinaí se escucha la voz de Dios, en Jerusalén, en la fiesta de Pentecostés, es Pedro quien habla, la roca sobre la cual Cristo ha elegido edificar su Iglesia. Su palabra, débil e incluso capaz de negar al Señor, atravesada por el fuego del Espíritu toma fuerza, se vuelve capaz de atravesar los corazones y moverlos hacia la conversión. En efecto, Dios elige lo que en el mundo es débil para confundir a los fuertes (ver 1 Corintios 1:27).
La Iglesia nace, pues, del fuego del amor y de un "incendio" que se propaga en Pentecostés y que manifiesta la fuerza de la Palabra del Resucitado imbuida del Espíritu Santo. La Alianza nueva y definitiva ya no se funda en una ley escrita en tablas de piedra, sino en la acción del Espíritu de Dios que hace nuevas todas las cosas y se graba en corazones de carne.
La palabra de los Apóstoles se impregna del Espíritu del Resucitado y se convierte en una palabra nueva, diferente que, sin embargo, puede entenderse como si se tradujera simultáneamente en todos los idiomas: de hecho, "cada uno los escuchó hablar en su propia lengua " (Hechos 2: 6). Es el lenguaje de la verdad y del amor, que es la lengua universal: incluso los analfabetos pueden entenderla. Todos entienden el lenguaje de la verdad y del amor. Si vas con la verdad en el corazón, con la sinceridad, y vas con amor, te entenderán todos. Aunque no puedas hablar, pero con una caricia, que sea verdadera y amable.