Estos jóvenes han hecho el bien – aun cuando ese hacer haya sido costoso, aunque haya supuesto sacrificios – simplemente porque hacer el bien es algo hermoso, es hermoso ser para los demás. Sólo se necesita atreverse a dar el salto. Todo eso ha estado precedido por el encuentro con Jesucristo, un encuentro que enciende en nosotros el amor por Dios y por los demás, y nos libera de la búsqueda de nuestro propio «yo». Una oración atribuida a san Francisco Javier dice: «Hago el bien no porque a cambio entraré en el cielo y ni siquiera porque, de lo contrario, me podrías enviar al infierno. Lo hago porque Tú eres Tú, mi Rey y mi Señor».
También en África encontré esta misma actitud, por ejemplo en las religiosas de Madre Teresa que cuidan de los niños abandonados, enfermos, pobres y que sufren, sin preguntarse por sí mismas y, precisamente así, se hacen interiormente ricas y libres. Esta es la actitud propiamente cristiana. También ha sido inolvidable para mí el encuentro con los jóvenes discapacitados en la fundación San José, de Madrid, encontré de nuevo la misma generosidad de ponerse a disposición de los demás; una generosidad en el darse que, en definitiva, nace del encuentro con Cristo que se ha entregado a sí mismo por nosotros.
3. Un tercer elemento, que de manera cada vez más natural y central forma parte de las Jornadas Mundiales de la Juventud, y de la espiritualidad que proviene de ellas, es la adoración. Fue inolvidable para mí, durante mi viaje en el Reino Unido, el momento en Hydepark, en que decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes, respondieron con un intenso silencio a la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento, adorándolo.
Lo mismo sucedió, de modo más reducido, en Zagreb, y de nuevo en Madrid, tras el temporal que amenazaba con estropear todo el encuentro nocturno, al no funcionar los micrófonos. Dios es omnipresente, sí. Pero la presencia corpórea de Cristo resucitado es otra cosa, algo nuevo. El Resucitado viene en medio de nosotros. Y entonces no podemos sino decir con el apóstol Tomás: «Señor mío y Dios mío».