Viernes 26 de abril


Evangelio según San Juan, capítulo 14, versículos del 1 al 6

El supremo discurso de Jesús.

1"No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creed también en Mí. 2 En la casa de mi Padre hay muchas moradas; y si no, os lo habría dicho, puesto que voy a preparar lugar para vosotros. 3 Y cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis vosotros también. 4 Y del lugar adonde Yo voy, vosotros sabéis el camino". 5 Díjole Tomás: "Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo, pues, sabremos el camino?" 6 Jesús le replicó: "Soy Yo el camino, y la verdad, y la vida; nadie va al Padre, sino por Mí.

Comentario

1. Despídese el Señor en los cuatro capítulos siguientes, dirigiendo a los suyos discursos que reflejan los íntimos latidos de su divino Corazón. Estos discursos forman la cumbre del Evangelio de S. Juan y sin duda de toda la divina Revelación hecha a los Doce. Creed en Dios: Recuérdese que Jesús les dijo que su fe no era ni siquiera como un grano de mostaza (Luc. 17, 6 y nota). Es muy de notar también esta clara distinción de Personas que enseña aquí Jesús, entre El y su Padre. No son ambos una sola Persona a la cual haya que dirigirse vagamente, bajo un nombre genérico, sino dos Personas distintas con cada una de las cuales tenemos una relación propia de fe y de amor (cf. I Juan 1, 3), la cual ha de expresarse también en la oración.

2. Tened confianza en Dios que como Padre vuestro tiene reservadas las habitaciones del cielo para todos los que aprovechan la Sangre de Cristo. En el Sermón de la Montaña (Mat. cap. 5 ss.), Jesús ha recordado que el hombre no está solo, sino que tiene un Dueño que lo creó, en cuyas manos está, y que le impone como ley la práctica de la misericordia, sin la cual no podrá recibir a su vez la misericordia que ese Dueño le ofrece como único medio para salvarse del estado de perdición en que nació como hijo de Adán, quien entregó su descendencia a Satanás cuando eligió a éste en lugar de Dios (Sab. 2, 24). Ahora, en el Sermón de la Cena, Jesús nos descubre la Sabiduría, enseñándonos que en el conocimiento de su Padre está el secreto del amor que es condición indispensable para el cumplimiento de aquella Ley de nuestro Dueño. Pues Él, por los méritos de su Hijo y Enviado, nos da su propio Espíritu (Luc. 11, 13 y nota: "Si pues vosotros, aunque malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre dará desde el cielo el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!". Dará el Espíritu Santo: Admirable revelación, que contiene todo el secreto de la vida espiritual. La diferencia entre nuestra actitud frente a Dios, y la que tenemos frente a todo legislador y juez, consiste en que a este último, o le obedecemos directamente, o incurrimos en el castigo, el cual no se perdona aunque nos arrepintamos. Con Dios, en cambio, no sólo sabemos que perdona al que se arrepiente de corazón, sino que podemos también decirle esta cosa asombrosa: "Padre, no soy capaz de cumplir tu Ley, porque soy malo, pero dame Tú mismo el buen espíritu, tu propio Espíritu, que Jesús nos prometió en tu nombre, y entonces no sólo te obedeceré, sino que el hacerlo me será fácil y alegre". Tal oración, propia de la fe viva y de la infancia espiritual, es la que más glorifica al divino Padre, porque le da ocasión de desplegar misericordia; y su eficacia es infalible, pues que se funda en la promesa hecha aquí por Jesús.) que nos lleva a amarlo cuando descubrimos que ese Dueño, cuya autoridad inevitable podía parecernos odiosa, es nuestro Padre que nos ama infinitamente y nos ha dado a su Hijo para que por El nos hagamos hijos divinos también nosotros, con igual herencia que el Unigénito (Ef. 1, 5; II Pedr. 1, 4).
De ahí que Jesús empiece aquí con esa estupenda revelación de que no quiere guardarse para El solo la casa de su Padre, donde hasta ahora ha sido el Príncipe único. Y no sólo nos hace saber que hay allí muchas moradas, o sea un lugar también para nosotros (v. 2), sino que añade que El mismo nos lo va a preparar, porque tiene gusto en que nuestro destino de redimidos sea el mismo que el Suyo de Redentor (v. 3).

3. Os tomaré junto a Mi: Literalmente: os recibiré a Mí mismo (así la Vulgata). Expresión sin duda no usual, como que tampoco es cosa ordinaria, sino única, lo que el Señor nos revela aquí. Más que tomarnos consigo, nos tomará a El, porque entonces se realizará el sumo prodigio que S. Pablo llama misterio oculto desde todos los siglos (Ef. 3, 9; Col. 1, 26): el prodigio por el cual nosotros, verdaderos miembros de Cristo, seremos asumidos por El que es la Cabeza, para formar el Cuerpo de Cristo total. Será, pues, más que tomarnos junto a El: será exactamente incorporarnos a El mismo, o sea el cumplimiento visible y definitivo de esa divinización nuestra como verdaderos hijos de Dios en Cristo (véase Ef. 1, 5). Es también el misterio de la segunda venida de Cristo, que San Pablo nos aclara en I Tes. 4, 13 - 17 y en que los primeros cristianos fundaban su esperanza en medio de las persecuciones (cf. Heb. 10, 25 ). De ahí la aguda observación de un autor moderno: "A primera vista, la diferencia más notable entre los primeros cristianos y nosotros es que, mientras nosotros nos preparamos para la muerte, ellos se preparaban para el encuentro con N. Señor en su Segundo Advenimiento".

4. Sabéis el camino: El camino soy Yo mismo (v. 6), no sólo en cuanto señalé la Ley de caridad que conduce al cielo, sino también en cuanto los méritos míos, aplicados a vosotros como en el caso de Jacob (véase Gén. 27, 19) os atraerán del Padre las mismas bendiciones que tengo Yo, el Primogénito (Rom. 8, 29).

6. El Padre es la meta. Jesús es el camino de verdad y de vida para llegar hasta Él. Como se expresó en la condenación del quietismo, la pura contemplación del Padre es imposible si se prescinde de la revelación de Cristo y de su mediación. En el v. 7 no hay un reproche como en la Vulgata (si me conocierais...) sino un consuelo: si me conocéis llegaréis también al Padre indefectiblemente. Vemos así que la devoción ha de ser al Padre por medio de Jesús, es decir, contemplando a ambos como Personas claramente caracterizadas y distintas (Concilio III de Cartago, can. 23). Querer abarcar de un solo ensamble a la Trinidad sería imposible para nuestra mente, pues la tomaría como una abstracción que nuestro corazón no podría amar como ama al Padre y al Hijo Jesús, con los cuales ha de ser, dice S. Juan, nuestra sociedad (I Juan 1, 3). La Trinidad no es ninguna cosa distinta de las Personas que la forman. Lo que hemos de contemplar en ella es el amor infinito que el Padre y el Hijo se tienen recíprocamente en la Unidad del Espíritu Santo. Y así es cómo adoramos también a la Persona de este divino Espíritu que es el amor que une a Padre e Hijo. El Espíritu Santo es el espíritu común del Padre y del Hijo, y propio de cada uno de Ambos, porque todo el espíritu del Padre es de amor al Hijo y todo el espíritu del Hijo es de amor al Padre. Del primero, amor paternal, beneficiamos nosotros al unirnos a Cristo. Del segundo, amor filial, participamos igualmente adhiriéndonos a Jesús para amar al padre como El y junto con El y mediante El y a causa de El, y dentro de El, pues Ambos son inseparables, como vemos en los vv. 9 ss.

 

Estos comentarios corresponden a la versión electrónica de la Biblia y Comentario de Mons. Juan Straubinger, cortesía de VE Multimedios