Jueves 16 de mayo



Evangelio según San Juan, capítulo 17, versículos del 20 al 26

Ruega por todos los que van a creer en Él.

20 "Mas no ruego sólo por ellos, sino también por aquellos que, mediante la palabra de ellos, crean en Mí, 21 a fin de que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, a fin de que también ellos sean en nosotros, para que el mundo crea que eres Tú el que me enviaste. 22 Y la gloria que Tú me diste, Yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros somos Uno: 23 Yo en ellos y Tú en Mí, a fin de que sean perfectamente uno, y para que el mundo sepa que eres Tú quien me enviaste y los amaste a ellos como me amaste a Mí. 24 Padre, aquellos que Tú me diste quiero que estén conmigo en donde Yo esté, para que vean la gloria mía, que Tú me diste, porque me amabas antes de la creación del mundo. 25 Padre Justo, si el mundo no te ha conocido, te conozco Yo, y éstos han conocido que eres Tú el que me enviaste; 26 y Yo les hice conocer tu nombre, y se lo haré conocer para que el amor con que me has amado sea en ellos y Yo en ellos".

Comentario

21. Para que el mundo crea: Se nos da aquí otra regla infalible de apologética sobrenatural (cf. 7, 17 y nota), que coincide con el sello de los verdaderos discípulos, señalado por Jesús en 13, 35. En ellos el poder de la palabra divina y el vigor de la fe se manifestarán por la unión de sus corazones (cf. nota anterior), y el mundo creerá entonces, ante el espectáculo de esa mutua caridad, que se fundará en la común participación a la vida divina (v. 3 y 22). Véanse los vv. 11, 23 y 26.

22. Esa gloria es la divina naturaleza, que el Hijo recibe del Padre y que nos es comunicada a nosotros por el Espíritu Santo mediante el misterio de la adopción como hijos de Dios, que Jesús nos conquistó con sus méritos infinitos. Véase 1, 12 s.; Ef. 1, 5.

23. Perfectamente uno: ¡consumarse en la unidad divina con el Padre y el Hijo! No hay panteísmo brahmánico que pueda compararse a esto. Creados a la imagen de Dios y restaurados luego de nuestra degeneración por la inmolación de su Hijo, somos hechos hijos como Él (v. 22); partícipes de la naturaleza divina (v. 3); denominados "dioses" por el mismo Jesucristo (10, 34); vivimos de su vida misma, como Él vive del Padre (6, 58), y, como si todo esto no fuera suficiente, Jesús nos da todos sus méritos para que el Padre pueda considerarnos coherederos de su Hijo (Rom. 8, 17) y llevarnos a esta consumación en la Unidad, hechos semejantes a Jesús (I Juan 3, 2), aun en el cuerpo cuando Él venga (Filip. 3, 20 s.), y compartiendo eternamente la misma gloria que su Humanidad santísima tiene hoy a la diestra del Padre (Ef. 1, 20; 2, 6) y que es igual a la que tuvo siempre como Hijo Unigénito de Dios (v. 5).

24. Que estén conmigo: Literalmente: que sean conmigo. Es el complemento de lo que vimos en 14, 2 ss. Este Hermano mayor no concibe que Él pueda tener, ni aún ser, algo que no tengamos o seamos nosotros. Es que en eso mismo ha hecho consistir su gloria el propio Padre (v. 2). De ahí que las palabras: para que vean la gloria mía quieren decir: para que la compartan, esto es, la tengan igual que Yo. San Juan usa aquí el verbo theoreo, como en 8, 51, donde ver significa gustar, experimentar, tener. En efecto, Jesús acaba de decirnos (v. 22) que El nos ha dado esa gloria que el Padre le dio para que lleguemos a ser uno con El y su Padre, y que Este nos ama lo mismo que a El (v. 23). Aquí, pues, no se trata de pura contemplación sino de participación de la misma gloria de Cristo, cuyo Cuerpo somos. Esto está dicho por el mismo S. Juan en I Juan 3, 2; por S. Pablo, respecto de nuestro cuerpo (Filip. 3, 21), y por S. Pedro aun con referencia a la vida presente, donde ya somos "copartícipes de la naturaleza divina" (II Pedr. 1, 4; cf. I Juan 3, 3). Esta divinización del hombre es consecuencia de que, gracias al renacimiento que nos da Cristo (cf. 3, 2 ss.), El nos hace "nacer de Dios" (1, 13) como hijos verdaderos del Padre lo mismo que El (I Juan 3, 1). Por eso El llama a Dios "mi Padre y vuestro Padre", y a nosotros nos llama "hermanos" (20, 17). Este v. vendría a ser, así, como el remate sumo de la Revelación, la cúspide insuperable de las promesas bíblicas, la igualdad de nuestro destino con el del propio Cristo (cf. 12, 26; 14, 2; Ef. 1, 5; I Tes. 4, 17; Apoc. 14, 4). Nótese que este amor del Padre al Hijo "antes de la creación del mundo" existió también para nosotros desde entonces, como lo enseña S. Pablo al revelar el gran "Misterio" escondido desde todos los siglos.


25. Notemos el tono dulcísimo con que habla aquí a su Padre como un hijo pequeño y fiel que quisiera consolarlo de la ingratitud de los demás.

26. Aquí vemos compendiada la misión de Cristo: dar a conocer a los hombres el amor del Padre que los quiere por hijos, a fin de que, por la fe en este amor y en el mensaje que Jesús trajo a la tierra, puedan poseer el Espíritu de adopción, que habitará en ello con el Padre y el Hijo. La caridad más grande del Corazón de Cristo ha sido sin duda alguna este deseo de que su Padre nos amase tanto como a El (v. 24). Lo natural en el hombre es la envidia y el deseo de conservar sus privilegios. Y más aún en materia de amor, en que queremos ser los únicos. Jesús, al contrario de nosotros, se empeña en dilapidar el tesoro de la divinidad que trae a manos llenas (v. 22) y nos invita a vivir de Él esa plenitud de vida divina (1, 16; 15, 1 ss.) como El la vive del Padre (6, 58). Todo está en creer que El no nos engaña con tanta grandeza (cf. 6, 29).


Estos comentarios corresponden a la versión electrónica de la Biblia y Comentario de Mons. Juan Straubinger, cortesía de VE Multimedios