Jueves 12 de diciembre

Evangelio según San Lucas, capítulo 1, versículos del 39 al 47

Visita de María a Isabel. El Magnificat

39 En aquellos días, María se levantó y fue apresuradamente a la montaña, a una ciudad de Judá; 40 y entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Y sucedió cuando Isabel oyó el saludo de María, que el niño dió saltos en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. 42 Y exclamó en alta voz y dijo: "¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno! 43 ¿Y de dónde me viene, que la madre de mi Señor venga a mí? 44 Pues, desde el mismo instante en que tu saludo sonó en mis oídos, el hijo saltó de gozo en mi seno. 45 Y dichosa la que creyó, porque tendrá cumplimiento lo que se le dijo de parte del Señor". 46 Y María dijo: "Glorifica mi alma al Señor, 47 y mi espíritu se goza en Dios mi Salvador,

Comentario

39. Una ciudad de Judá: Según unos Ain Carim, a una legua y media al oeste de Jerusalén; según otros, una ciudad en la comarca de Hebrón, lo que es más probable.

46. Este himno, el Magnificat, está empapado de textos de la Sagrada Escritura, especialmente del cántico de Ana (I Rey. 2, 1 - 10) y de los Salmos, lo que nos enseña hasta qué punto la Virgen se había familiarizado con los Sagrados Libros que meditaba desde su infancia. El Magnificat es el canto lírico por excelencia, y más que nada en su comienzo. Toda su segunda parte lo es también, porque canta la alabanza del Dios asombrosamente paradojal que prefiere a los pequeños y a los vacíos. De ahí que esa segunda parte esté llena de doctrina al mismo tiempo que de poesía. Y otro tanto puede decirse de la tercera o final, donde "aquella niña hebrea" (como la llama el Dante), que había empezado un cántico individual, lo extiende (como el Salmista en el S. 101), a todo su pueblo, que Ella esperaba recibiría entonces las bendiciones prometidas por los profetas, porque Ella ignoraba aún el misterio del rechazo de Cristo por Israel. Pero el lirismo del Magnificat desborda sobre todo en sus primeras líneas, no sólo porque empieza cantando y alabando, que es lo propio de la lira y el arpa, como hizo el Rey David poeta y profeta, sino también y esencialmente porque es Ella misma la que se pone en juego toda entera como heroína del poema. Es decir que, además de expresar los sentimientos más íntimos de su ser, se apresura a revelarnos, con el alborozo de la enamorada feliz de sentirse amada, que ese gran Dios puso los ojos en Ella, y que, por esa grandeza que El hizo en Ella, la felicitarán todas las generaciones. Una mirada superficial podría sorprenderse de este "egoísmo" con que María, la incomparablemente humilde y silenciosa, empieza así hablando de sí misma, cuando pareciera que pudo ser más generoso y más perfecto hablar de los demás, o limitarse a glorificar al Padre como lo hace en la segunda parte. Pero si lo miramos a la luz del amor, comprendemos que nada pudo ser más grato al divino Amante, ni más comprensivo de parte de la que se sabe amada, que pregonar así el éxtasis de la felicidad que siente al verse elegida, porque esa confesión ingenua de su gozo es lo que más puede agradar y recompensar al magnánimo Corazón de Dios. A nadie se le ocurriría que una novia, al recibir la declaración de amor, debiese pedir que esa elección no recayese en ella sino en otra. Porque esto, so capa de humildad, le sabría muy mal al enamorado, y no podría concebirse sinceramente sino como indiferencia por parte de ella. Porque el amor es un bien incomparable - como que es Dios mismo (I Juan 4, 16) - y no podría, por tanto, concebirse ningún bien mayor que justificase la renuncia al amor. De ahí que ese "egoísmo" lírico de María sea la lección más alta que un alma puede recibir sobre el modo de corresponder al amor de Dios. Y no es otro el sentido del Salmo que nos dice: "Deléitate en el Señor y te dará cuanto desee tu corazón" (S. 36, 4). Ojalá tuviésemos un poco de este egoísmo que nos hiciese desear con gula el amor que El nos prodiga, en vez de volverle la espalda con indiferencia, como solemos hacer a fuerza de mirarlo, con ojos carnales, como a un gendarme con el cual no es posible deleitarse en esta vida.


Estos comentarios corresponden a la versión electrónica de la Biblia y Comentario de Mons. Juan Straubinger, cortesía de VE Multimedios