CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
PARA LA XXIII JORNADA
MUNDIAL DE LA JUVENTUD
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
Hipódromo de Randwick
Domingo 20
de julio de 2008
Queridos amigos
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza»
(Hch 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés,
como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la
derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el
cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a
predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en cada
lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las maravillas de Dios
e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la esperanza y a la vida
nueva en Cristo.
En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a esta
estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe, jóvenes
hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder del Espíritu de
Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran asamblea, que
congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Hch 2,5), se
transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene
vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros,
como nueva generación de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza».
Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los
jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo, durante
esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada uno de
nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu de
reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en sus
corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen cotidianamente
en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En efecto el Espíritu Santo
desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia,
no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de
nosotros, con su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».
Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida
de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba
de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de la
muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo, hacia la
llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia que ha
comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado sobre toda
la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu
Santo y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este
Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es
también, de un modo muy verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al
Señor y entre nosotros y la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas
de la gracia de Dios que nos rodean.
Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo»,
todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del
poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han abierto
para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente: «colmado», como dice el
poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la gloria de su amor creativo.
También aquí, en esta gran asamblea de jóvenes cristianos provenientes de todo
el mundo, hemos tenido una experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza
del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es
verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de
toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de
nuestra fe en el Señor resucitado.
La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia.
A través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye
también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu y nos
atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo.
San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al comienzo del siglo segundo,
nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en
nosotros. Él ha hablado del Espíritu como de una fuente de agua viva que surge
en su corazón y susurra: «Ven, ven al Padre» (cf. A los Romanos, 6,1-9).
Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que
podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de
Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro.
Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de
nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de
nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y
modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la
plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el
Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta
es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el
Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a
nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre
presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos dispongamos en el
silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su amor y recibir «la
fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos permite ser sal y luz para
nuestro mundo.
En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis
testigos… hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Aquí, en Australia,
damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros como
un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión de la Iglesia.
Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a todos aquellos misioneros,
sacerdotes y religiosos comprometidos, padres y abuelos cristianos, maestros y
catequistas, que han edificado la Iglesia en estas tierras. Testigos como la
Beata Mary Mackillop, San Peter Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La
fuerza del Espíritu, manifestada en sus vidas, está todavía activa en las
iniciativas beneficiosas que han dejado en la sociedad que han plasmado y que
ahora se os confía a vosotros.
Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis
vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre
bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras
vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a
Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo
estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo
está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los
jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?
La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos
encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión
magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la nueva era
prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que Jesucristo es el
cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías que posee en plenitud el
Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad entera. La efusión del Espíritu
de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo
aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego,
libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc
4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede «renovar
la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).
Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una
nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un
mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no
rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la
que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre,
abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e
irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la
superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena
las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser
profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente
hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.
El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras
sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto
espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de
desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y
vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese
significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y
liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres
y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la
humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la
verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.
También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de
vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser siempre
joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium, 4). En la segunda lectura de hoy,
el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un don que debe ser
usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene especialmente
necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de
crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros,
jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta
fuerza. Dirijo esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la
vida sacerdotal y consagrada. No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de
encontrar vuestra alegría en hacer su voluntad, entregándoos completamente para
llegar a la santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los
otros.
Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El
Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con el
don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa recibir
la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente,
inalterablemente cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han
recibido este don, ya nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu
significa estar enardecidos por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf.
1 Co 12,13) significa haber sido refrescados por la belleza del designio
de Dios para nosotros y para el mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente
de frescor para los otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no
tener miedo de defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne
nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la
civilización del amor.
Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que la
fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada uno de
nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre todos los
presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de Australia y sobre
todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado en el espíritu de
sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de
ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.
Que por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, esta
XXIII Jornada Mundial de la Juventud sea vivida como un nuevo cenáculo, de forma
que todos nosotros, enardecidos con el fuego del amor del Espíritu Santo,
continuemos proclamando al Señor resucitado y atrayendo a cada corazón hacia Él.
Amén. © Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana
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