Doy gracias a Dios por haberme permitido volver a América Latina y estar hoy aquí con ustedes, en esta hermosa tierra del Ecuador. Siento alegría y gratitud al ver la calurosa bienvenida que me brindan: es una muestra más del carácter acogedor que tan bien define a las gentes de esta noble Nación.
Le agradezco, Señor Presidente, sus palabras, le agradezco sus palabras en consonancia con mi pensamiento, me ha citado demasiado, gracias; a las que correspondo con mis mejores deseos para el ejercicio de su misión que pueda lograr o que quiere para el bien de su pueblo. Saludo cordialmente a las distinguidas autoridades del Gobierno, a mis hermanos Obispos, a los fieles de la Iglesia en el país y a todos aquellos que me abren hoy las puertas de su corazón, de su hogar y de su Patria. A todos ustedes mi afecto y sincero reconocimiento.
Visité Ecuador en distintas ocasiones por motivos pastorales; así también hoy, vengo como testigo de la misericordia de Dios y de la fe en Jesucristo. La misma fe que durante siglos ha modelado la identidad de este pueblo y dado tan buenos frutos, entre los que se destacan figuras preclaras como Santa Mariana de Jesús, el Santo hermano Miguel Febres, Santa Narcisa de Jesús o la Beata Mercedes de Jesús Molina, beatificada en Guayaquil hace treinta años durante la visita del Papa San Juan Pablo II. Ellos vivieron la fe con intensidad y entusiasmo, y practicando la misericordia contribuyeron, desde distintos ámbitos, a mejorar la sociedad ecuatoriana de su tiempo.