Honramos, sin embargo, la providente misericordia divina sobre nosotros con la oración asidua y con el diálogo concreto, «condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto deber para los cristianos, así como para las otras comunidades religiosas» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 250).
La oración y el diálogo están profundamente relacionados entre sí: nacen de la apertura del corazón y se inclinan hacia el bien de los otros, enriqueciéndose así y reforzándose mutuamente. La Iglesia Católica, en continuidad con el Concilio Vaticano II, con convicción, «exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socioculturales que en ellos existen»
(Decl. Nostra aetate, 2). Ningún «sincretismo conciliador», ni «una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 251), sino dialogar con los demás y orar por todos: estos son nuestros medios para cambiar sus lanzas en podaderas (cf. Is 2,4), para hacer surgir amor donde hay odio, y perdón donde hay ofensa, para no cansarse de implorar y seguir los caminos de la paz.
Una paz verdadera, fundada sobre el respeto mutuo, sobre el encuentro y el intercambio, sobre la voluntad de ir más allá de los prejuicios y los errores del pasado, sobre la renuncia a las falsedades y a los intereses partidistas; una paz duradera animada por el valor de superar las barreras, de erradicar la pobreza y la injusticia, de denunciar y detener la proliferación de armas y las ganancias inicuas obtenidas sobre la piel de los otros.