En las próximas Catequesis nos detendremos sobre estas obras, que la Iglesia nos presenta como el modo concreto de vivir la misericordia. A lo largo de los siglos, muchas personas sencillas las ha puesto en práctica, dando así un genuino testimonio de fe. La Iglesia por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. Muchas veces son las personas más cercanas a nosotros las que tienen necesidad de nuestra ayuda. No debemos ir en búsqueda de quien sabe qué acciones por realizar. Es mejor iniciar por aquellas más sencillas, que el Señor nos indica como las más urgentes. En un mundo lamentablemente herido por el virus de la indiferencia, las obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia las exigencias más elementales de nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25,40), en los cuales está presente Jesús. Siempre Jesús está presente allí donde hay necesidad, una persona que tiene necesidad, sea material que espiritual, pero Jesús está ahí. Reconocer su rostro en aquel que está en necesidad es un verdadero desafío contra la indiferencia. Nos permite estar siempre vigilantes, evitando que Cristo pase a nuestro lado sin que lo reconozcamos. Me viene a la mente la frase de San Agustín: «Timeo Iesum transeuntem» (Serm., 88, 14, 13), "Tengo miedo que el Señor pase" y no lo reconozca, que el Señor pase delante a mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas y yo no me dé cuenta que es Jesús. Tengo miedo que el Señor pase y no lo reconozca. Me he preguntado porque San Agustín ha dicho temer el paso de Jesús. La respuesta, lamentablemente, está en nuestro comportamiento: porque muchas veces estamos distraídos, indiferentes, y cuando el Señor pasa a nuestro lado perdemos la ocasión del encuentro, de encuentro con Él.
Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer de viva y operante la fe con la caridad. Estoy convencido que a través de estos simples gestos cotidianos podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como lo ha sido en el pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, hace una de estas, esta será una revolución en el mundo. ¡Pero todos eh! Cada uno de nosotros. ¡Cuántos santos hoy son todavía recordados no por las grandes obras que han realizado, sino por la caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada hace poco: no la recordamos por las casas que ha abierto en el mundo, sino porque se inclinaba en cada persona que encontraba en medio a la calle para restituirle la dignidad. ¡Cuántos niños abandonados ha abrazado entre sus brazos; cuantos moribundos ha acompañado al umbral de la eternidad sujetándolos por la mano!
Estas obras de misericordia con los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida de sus hermanos más pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida: al menos hacer una cada día. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia corporales y espirituales y pidamos al Señor nos ayude a ponerlos en práctica cada día y en el momento en el cual veamos a Jesús en una persona que está necesitada.
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