Al mismo tiempo, la pandemia ha puesto también de relieve la entrega y la generosidad de agentes sanitarios, voluntarios, trabajadores y trabajadoras, sacerdotes, religiosos y religiosas que, con profesionalidad, abnegación, sentido de responsabilidad y amor al prójimo han ayudado, cuidado, consolado y servido a tantos enfermos y a sus familiares. Una multitud silenciosa de hombres y mujeres que han decidido mirar esos rostros, haciéndose cargo de las heridas de los pacientes, que sentían prójimos por el hecho de pertenecer a la misma familia humana.
La cercanía, de hecho, es un bálsamo muy valioso, que brinda apoyo y consuelo a quien sufre en la enfermedad. Como cristianos, vivimos la projimidad como expresión del amor de Jesucristo, el buen Samaritano, que con compasión se ha hecho cercano a todo ser humano, herido por el pecado. Unidos a Él por la acción del Espíritu Santo, estamos llamados a ser misericordiosos como el Padre y a amar, en particular, a los hermanos enfermos, débiles y que sufren (cf. Jn 13,34-35). Y vivimos esta cercanía, no sólo de manera personal, sino también de forma comunitaria: en efecto, el amor fraterno en Cristo genera una comunidad capaz de sanar, que no abandona a nadie, que incluye y acoge sobre todo a los más frágiles.
A este respecto, deseo recordar la importancia de la solidaridad fraterna, que se expresa de modo concreto en el servicio y que puede asumir formas muy diferentes, todas orientadas a sostener al prójimo. «Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo» (Homilía en La Habana, 20 septiembre 2015).
En este compromiso cada uno es capaz de «dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. […] El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la "padece" y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas» (ibíd.).