Pero de este modo nos deslizamos hacia la mediocridad espiritual, corremos el riesgo de "solo tratar de arreglárnoslas" incluso en la vida pastoral, el entusiasmo por la misión disminuye y, en lugar de ser un signo de vitalidad y creatividad, acabamos dando una impresión de tibieza e inercia. En consecuencia, la gran corriente de novedad y vida que es el Evangelio -escribía el padre de Lubac- se convierte, en nuestras manos, en una fe que «cae en el formalismo y cae en la costumbre, [...] religión de ceremonias y de devociones, de ornamentos y de consuelos vulgares [...]. Cristianismo clerical, cristianismo formalista, cristianismo apagado y endurecido» (El drama del humanismo ateo).
El Sínodo que estamos celebrando nos llama a convertirnos en una Iglesia que se levanta, que no se encierra en sí misma, sino que es capaz de mirar más allá, de salir de sus propias prisiones al encuentro del mundo con la valentía de abrir las puertas. Esa misma noche hay otra tentación, esa joven asustada, en lugar de abrir la puerta vuelve hacia atrás a relatar fantasías. Abramos las puertas, es el Señor que llama, no seamos como la cabalgata que vuelve hacia atrás.
Una Iglesia sin cadenas y sin muros, en la que todos puedan sentirse acogidos y acompañados, en la que se cultive el arte de la escucha, del diálogo, de la participación, bajo la única autoridad del Espíritu Santo. Una Iglesia libre y humilde, que "se levanta rápido", que no posterga, que no acumula retrasos ante los desafíos del ahora, que no se detiene en los recintos sagrados, sino que se deja animar por la pasión del anuncio del Evangelio y el deseo de llegar a todos y de acoger a todos. No olvidemos esta palabra: todos, todos. Vayan al cruce de las calles, y lleven a todos, ciegos, sordos, cojos, enfermos, justos, pecadores… todos, todos. Esta palabra del Señor debe resonar en el corazón: todos. En la Iglesia hay lugar para todos, y muchas veces somos una Iglesia de puertas abiertas, pero para despedir gente, condenar gente.