El dolor sigue siendo un misterio, pero en este misterio podemos descubrir de manera nueva la paternidad de Dios que nos visita en la prueba, y llegar a decir, con el autor de las Lamentaciones: "El Señor es bueno con los que esperan en él, con los que lo buscan" (v. 5).
Hoy, ante el misterio de la muerte redimida, pidamos la gracia de mirar la adversidad con otros ojos. Pidamos la fuerza para saber vivir en el silencio manso y confiado que espera la salvación del Señor, sin quejarnos, sin refunfuñar, sin dejarse entristecer. Lo que parece un castigo resultará ser una gracia, una nueva demostración del amor de Dios por nosotros. Saber esperar en silencio, sin habladurías, en silencio, la salvación del Señor es un arte, es el camino de la santidad. Cultivémosla. Es valiosa en el tiempo en que vivimos: ahora más que nunca no hay que gritar y alborotar, sino que cada uno de nosotros debe dar testimonio con su vida de su fe, que es una espera dócil y esperanzada. La fe es una espera dócil y esperanzada.
El cristiano no disminuye la gravedad del sufrimiento, no, sino que levanta sus ojos al Señor y bajo los golpes de la prueba confía en Él y reza, reza por los que sufren. Mantiene sus ojos en el Cielo, pero sus manos están siempre extendidas hacia la tierra, para servir concretamente al prójimo. Incluso en el momento de la tristeza, de la oscuridad, el servicio.
Con este espíritu, rezamos por los cardenales y obispos que nos han dejado en el último año. Algunos de ellos murieron a consecuencia del COVID-19, en situaciones difíciles que agravaron su sufrimiento. Que estos hermanos nuestros saboreen ahora la alegría de la invitación evangélica que el Señor dirige a sus siervos fieles: "Vengan, benditos de mi Padre, hereden el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo" (Mt 25,34).