Dame de beber
Las fatigas del camino acontecen y se hacen sentir. Gusten o no gusten están, y es bueno tener la misma valentía que tuvo el Maestro para decir: «dame de beber». Como le sucedió a la samaritana y nos puede suceder a cada uno de nosotros, no queremos calmar la sed con cualquier agua sino con ese «manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14). Sabemos, como bien lo sabía la samaritana que cargaba desde hacía años los cántaros vacíos de amores fallidos, que no cualquier palabra puede ayudar a recuperar las fuerzas y la profecía en la misión. No cualquier novedad, por muy seductora que parezca, puede aliviar la sed. Sabemos, como bien lo sabía ella, que tampoco el conocimiento religioso, la justificación de determinadas opciones y tradiciones pasadas o novedades presentes, nos hacen siempre fecundos y apasionados «adoradores en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
Dame de beber es lo que pide el Señor y es lo que nos pide que digamos nosotros. Y al decirlo, le abrimos la puerta a nuestra cansada esperanza para volver sin miedo al pozo fundante del primer amor, cuando Jesús pasó por nuestro camino, nos miró con misericordia, y nos eligió y nos pidió seguirlo; al decirlo recuperamos la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los nuestros, el momento en que nos hizo sentir que nos amaba, que me amaba, y no solo de manera personal sino también como comunidad (cf. Homilía en la Vigilia Pascual, 19 abril 2014). Poder decir dame de beber es volver sobre nuestros pasos y, en fidelidad creativa, escuchar cómo el Espíritu no engendró una obra puntual, un plan de pastoral o una estructura a organizar sino que, por medio de tantos "santos de la puerta de al lado" ―entre los cuales encontramos padres y madres fundadores de institutos seculares, obispos y párrocos que supieron poner fundamento a sus comunidades―, regaló vida y oxígeno a un contexto histórico determinado que parecía asfixiar y aplastar toda esperanza y dignidad.
"Dame de beber" significa animarse a dejarse purificar y rescatar la parte más auténtica de nuestros carismas fundantes ―que no solo se reducen a la vida religiosa sino a la Iglesia toda― y ver de qué forma se pueden expresar hoy. Se trata no solo de mirar con agradecimiento el pasado sino de ir en búsqueda de las raíces de su inspiración y dejar que resuenen nuevamente con fuerza entre nosotros (cf. PAPA FRANCISCO - FERNANDO PRADO, La fuerza de la vocación, 42).