En primer lugar, el Espíritu es fuente de alegría. El agua dulce que el Señor quiere hacer correr en los desiertos de nuestra humanidad, amasada de tierra y de fragilidad, es la certeza de no estar nunca solos en el camino de la vida. En efecto, el Espíritu es Aquel que no nos deja solos, es el Consolador; nos alienta con su presencia discreta y benéfica, nos acompaña con amor, nos sostiene en las luchas y en las dificultades, anima nuestros sueños más hermosos y nuestros deseos más grandes, abriéndonos al asombro y a la belleza de la vida. Por eso, la alegría del Espíritu no es un estado ocasional o una emoción del momento; tampoco es esa especie de «alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 128). Es, en cambio, la alegría que nace de la relación con Dios, de saber que, aun en las dificultades y en las noches oscuras que a veces atravesamos, no estamos solos, perdidos o derrotados, porque Él está con nosotros. Y con Él podemos afrontar y superar todo, incluso los abismos del dolor y de la muerte.
A ustedes, que han descubierto esta alegría y la viven en comunidad, quisiera decirles: consérvenla, más aún, multiplíquenla. ¿Y saben cuál es la mejor manera? Dándola. Sí, la alegría cristiana es contagiosa, porque el Evangelio hace salir de sí mismo para comunicar la belleza del amor de Dios. Por lo tanto, es esencial que en las comunidades cristianas la alegría no decaiga y se comparta; que no nos limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad. Es importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la Misa, fuente y cumbre de la vida cristiana (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), hagamos circular la alegría del Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. La alegría cristiana no se puede retener para uno mismo; sólo cuando la hacemos circular, se multiplica.
En segundo lugar, el Espíritu Santo es fuente de unidad. Los que lo acogen reciben el amor del Padre y se convierten en sus hijos (cf. Rm 8,15-16); y, si son hijos de Dios, son también hermanos y hermanas. No puede haber lugar para las obras de la carne, es decir, del egoísmo; como las divisiones, las peleas, las calumnias, las murmuraciones. Las divisiones del mundo, y también las diferencias étnicas, culturales y rituales, no pueden dañar o comprometer la unidad del Espíritu. Por el contrario, su fuego destruye los deseos mundanos y enciende nuestras vidas con ese amor acogedor y compasivo con el que Jesús nos ama, para que también nosotros podamos amarnos así entre nosotros. Por eso, cuando el Espíritu del Resucitado desciende sobre los discípulos, se convierte en fuente de unidad y de fraternidad contra todo egoísmo; inaugura el único lenguaje del amor, para que los diversos lenguajes humanos no permanezcan lejanos e incomprensibles; rompe las barreras de la desconfianza y del odio, para crear espacios de acogida y de diálogo; libera del miedo e infunde la valentía de salir al encuentro de los demás con la fuerza desarmada y desarmante de la misericordia.
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