Jesús rezaba como reza cada hombre en el mundo. Y, sin embargo, en su manera de rezar, también había un misterio encerrado, algo que seguramente no había escapado a los ojos de sus discípulos si encontramos en los evangelios esa simple e inmediata súplica: "Señor, enséñanos a rezar" (Lc. 11,1). Ellos veían que Jesús rezaba y tenían ganas de aprender a rezar: "Señor, enséñanos a rezar".
Y Jesús no se niega, no está celoso de su intimidad con el Padre, sino que ha venido precisamente para introducirnos en esta relación con el Padre Y así se convierte en maestro de oración para sus discípulos, como ciertamente quiere serlo para todos nosotros. Nosotros también deberíamos decir: "Señor enséñame a rezar. Enséñame".
¡Aunque hayamos rezando durante tantos años, siempre debemos aprender! La oración del hombre, este anhelo que nace de forma tan natural de su alma, es quizás uno de los misterios más densos del universo. Y ni siquiera sabemos si las oraciones que dirigimos a Dios sean en realidad aquellas que Él quiere escuchar.
La Biblia también nos da testimonio de oraciones inoportunas, que al final son rechazadas por Dios: basta con recordar la parábola del fariseo y el publicano. Solo este último, el publicano, regresa a casa del templo justificado, porque el fariseo era orgulloso y le gustaba que la gente le viera rezar y fingía rezar: su corazón estaba helado. Y dice Jesús: éste no está justificado "porque el que se ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 14).