La Iglesia no la hemos inventado nosotros. La Iglesia es la esposa que escucha al Esposo. Para conocerle, amarle, servirle. La Iglesia camina con los hombres de su tiempo, a quienes lleva el anuncio gozoso de que "Jesús es el Cristo". Naturalmente a sus ministros la Iglesia les pide que acepten algunas reglas. Sobre aquellas que proceden de la Palabra de Dios no puede transigir. Sobre las otras se podrá discutir. Por esto la necesidad de estar unidos.
Ningún creyente está obligado a consagrarse. La vocación es un don. Durante los años de la formación, no solo una vez, los candidatos al sacerdocio son invitados a repensar y revisar la elección hecha. En el día de su ordenación a todos se les pregunta si quieren vivir de un cierto modo.
El celibato que la Iglesia Católica de rito latino exige, a nosotros los sacerdotes, lo hemos recibido con alegría. Libremente. Solemnemente. Lo hemos elegido nosotros. Todos hemos dicho, en voz alta y ante cientos de personas, que queremos vivir en castidad. Aun sabiendo que vendrían días en que la castidad –como todos los estados de vida– sería pesada. Todo esto lo sabíamos. Y justo por esto nunca hemos dejado de rezar, sabiendo que solos poco podemos hacer.
Lo dijo Jesús: "Sin mí no podéis hacer nada". Lo que podría significar: "Conmigo podéis escalar las climas más altas con los pies descalzos… podéis surcar los mares…". Esto vale para todos: casados, célibes, consagrados. Cierto, todos podemos caer en una trampa. Todos, en la vida, podemos tropezar. Todos podemos cambiar de ideas. Es importante sin embargo asumir la responsabilidad de las propias elecciones. Sin dejar que recaiga sobre los demás. Sin hacerse pasar como víctima de un sistema atávico. Sin engañar al prójimo.