Por otra parte, los instrumentos tecnológicos más modernos permiten obtener nueva información de hallazgos que antes se consideraban insignificantes. Esto nos recuerda que nada es realmente inútil o perdido. Incluso lo que parece marginal puede, a la luz de nuevas preguntas y nuevos métodos, devolver significados profundos. La arqueología, en este sentido, es también una escuela de esperanza.
En la Constitución apostólica Veritatis gaudium se afirma que la arqueología, junto con la historia de la Iglesia y la patrística, debe formar parte de las disciplinas fundamentales para la formación teológica. [7] No se trata, pues, de un añadido accesorio, sino de un principio pedagógico profundo: quien estudia teología debe conocer el origen de la Iglesia, cómo ha vivido, qué formas ha adoptado la fe a lo largo de los siglos. La arqueología no sólo nos habla de cosas, sino también de personas: de sus casas, sus tumbas, sus iglesias, sus oraciones. Nos habla de la vida cotidiana de los primeros cristianos, de los lugares de culto, de las formas de evangelización. Nos habla de cómo la fe ha modelado espacios, ciudades, paisajes y mentalidades. Y nos ayuda a comprender cómo la revelación se ha encarnado en la historia, cómo el Evangelio ha encontrado palabras y formas dentro de las culturas. Una teología que ignora la arqueología corre el riesgo de volverse desencarnada, abstracta, ideológica. Por el contrario, una teología que acoge a la arqueología como aliada es una teología que escucha al cuerpo de la Iglesia, que interroga sus heridas, que lee sus signos, que se deja interpelar por su historia.
La profesión arqueológica es, en gran parte, una profesión “táctil”. Los arqueólogos son los primeros en tocar, después de siglos, una materia enterrada que conserva la energía del tiempo. Pero la tarea del arqueólogo cristiano no se limita a la materia, va más allá, hasta lo humano. No sólo estudia los hallazgos, sino también las manos que los forjaron, las mentes que los concibieron, los corazones que los amaron. Detrás de cada objeto hay una persona, un alma, una comunidad. Detrás de cada ruina, un sueño de fe, una liturgia, una relación. La arqueología cristiana, entonces, es también una forma de caridad; es una manera de hacer hablar los silencios de la historia, de devolver la dignidad a los olvidados, de sacar a la luz la santidad anónima de tantos fieles que han formado parte de la Iglesia.
Una memoria para evangelizar
Desde los orígenes del cristianismo, la memoria ha desempeñado un papel fundamental en la evangelización. No se trata de un simple recuerdo, sino de una reactualización viva de la salvación. Las primeras comunidades cristianas conservaban, junto con las palabras de Jesús, también los lugares, los objetos y los signos de su presencia. La tumba vacía, la casa de Pedro en Cafarnaúm, las tumbas de los mártires, las catacumbas romanas: todo contribuía a dar testimonio de que Dios había entrado realmente en la historia y que la fe no era una filosofía, sino un camino concreto en la carne del mundo.
El Papa Francisco escribió que, en los recorridos de las catacumbas, «encontramos los numerosos signos de la peregrinación cristiana de los orígenes: pienso, por ejemplo, en los importantísimos grafitis de los llamados triclia de las catacumbas de San Sebastián, la Memoria Apostolorum, donde se veneraban juntas las reliquias de los apóstoles Pedro y Pablo. A continuación, descubriremos, en estos caminos, los símbolos y representaciones cristianas más antiguas, que dan testimonio de la esperanza cristiana. En las catacumbas, todo habla de esperanza, todo: habla de la vida más allá de la muerte, de la liberación de los peligros y de la propia muerte por obra de Dios, que en Cristo el buen Pastor, nos llama a participar en la bienaventuranza del Paraíso, evocada con figuras de plantas exuberantes, flores, prados verdes, pavos reales y palomas, ovejas apacentando... ¡Todo habla de esperanza y de vida!». [8]
Esta sigue siendo hoy la tarea de la arqueología cristiana: ayudar a la Iglesia a recordar sus orígenes, a custodiar la memoria viva de sus comienzos, a narrar la historia de la salvación no sólo con palabras, sino también con imágenes, formas y espacios. En una época que a menudo pierde sus raíces, la arqueología se convierte así en un instrumento precioso de evangelización que parte de la verdad de la historia para abrirse a la esperanza cristiana y a la novedad del Espíritu.
La arqueología cristiana nos muestra cómo el Evangelio ha sido acogido, interpretado y celebrado en diferentes contextos culturales; nos muestra cómo la fe ha moldeado la vida cotidiana, la ciudad, el arte y el tiempo. Y nos invita a continuar este proceso de inculturación, para que el Evangelio pueda seguir encontrando hoy un hogar en los corazones y en las esculturas del mundo contemporáneo. En este sentido, no sólo mira al pasado, también habla al presente y orienta hacia el futuro. Habla a los creyentes, que redescubren las raíces de su fe; pero también habla a los alejados, a los no creyentes, a cuantos se interrogan sobre el sentido de la vida y encuentran, en el silencio de las tumbas y en la belleza de las basílicas paleocristianas, un eco de eternidad. Se dirige a los jóvenes, que a menudo buscan autenticidad y concreción; se dirige a los estudiosos, que ven en la fe no una abstracción, sino una realidad históricamente documentada; se dirige a los peregrinos, que encuentran en las catacumbas y en los santuarios el sentido del camino y la invitación a la oración por la Iglesia.
En un momento en el que la Iglesia está llamada a abrirse a las periferias —geográficas y existenciales—, la arqueología puede ser un poderoso instrumento de diálogo; puede contribuir a tender puentes entre mundos distantes, entre culturas diferentes, entre generaciones; puede dar testimonio de que la fe cristiana nunca ha sido una realidad cerrada, sino una fuerza dinámica, capaz de penetrar en los tejidos más profundos de la historia humana.
Saber ver más allá: la Iglesia entre el tiempo y la eternidad
La grandeza de la misión arqueológica se mide también en la capacidad de situar a la Iglesia en la tensión entre el tiempo y la eternidad. Cada hallazgo, cada fragmento sacado a la luz nos dice que el cristianismo no es una idea suspendida, sino un cuerpo que ha vivido, ha celebrado y ha habitado el espacio y el tiempo. La fe no está fuera del mundo, sino en el mundo. No está contra la historia, sino dentro de la historia.
Sin embargo, la arqueología no se limita a describir la materialidad de las cosas, sino que nos lleva más allá: nos hace intuir la fuerza de una existencia que trasciende los siglos, que no se agota en la materia, sino que la trasciende. Así, por ejemplo, en la lectura de los entierros cristianos vemos, más allá de la muerte, la espera de la resurrección; en la disposición de los ábsides captamos, más allá de un cálculo arquitectónico, la orientación hacia Cristo; en las huellas del culto reconocemos, más allá de un ritual, el anhelo por el Misterio.
Desde una perspectiva más sistemática, se puede afirmar que la arqueología tiene una relevancia específica también en la teología de la Revelación. Dios ha hablado a lo largo del tiempo, a través de acontecimientos y personas; ha hablado en la historia de Israel, en la historia de Jesús, en el camino de la Iglesia. La Revelación, por tanto, también es histórica. Y si es así, entonces la comprensión de la Revelación no puede prescindir de un conocimiento adecuado de los contextos históricos, culturales y materiales en los que se ha realizado. La arqueología cristiana contribuye a este conocimiento: ilumina los textos con testimonios materiales, interroga las fuentes escritas, las completa, las problematiza. En algunos casos, confirma la autenticidad de las tradiciones; en otros, vuelve a colocarlas en su contexto preciso; y en otros, abre nuevas preguntas. Todo esto es teológicamente relevante. Porque una teología que quiera ser fiel a la Revelación debe permanecer abierta a la complejidad de la historia.
Además, la arqueología muestra cómo el cristianismo se ha articulado progresivamente a lo largo del tiempo, enfrentándose a desafíos, conflictos, crisis, momentos de esplendor y de oscuridad. Esto ayuda a la teología a abandonar visiones idealizadas o lineales del pasado y a entrar en la verdad de lo real: una verdad hecha de grandeza y de límite, de santidad y de fragilidad, de continuidad y de ruptura. Y es precisamente en esta historia real, concreta, a menudo contradictoria, donde Dios ha querido manifestarse.
No es casualidad, por último, que cada profundización en el misterio de la Iglesia vaya acompañada de un retorno a los orígenes. No por un mero deseo de restauración, sino por una búsqueda de autenticidad. La Iglesia despierta y se renueva cuando vuelve a preguntarse sobre lo que la hizo nacer, sobre lo que la define en profundidad. La arqueología cristiana puede ofrecer una gran contribución en este sentido, pues nos ayuda a distinguir lo esencial de lo secundario, el núcleo original de las incrustaciones de la historia.
Pero atención: no se trata de una operación que reduzca la vida eclesial a un culto del pasado. La verdadera arqueología cristiana no es conservación estéril, sino memoria viva. Es la capacidad de hacer que el pasado hable al presente. Es sabiduría para discernir lo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia. Es fidelidad creativa, no imitación mecánica. Por esta razón, la arqueología cristiana puede ofrecer un lenguaje común, una base compartida, una memoria reconciliada. Puede ayudar a reconocer la pluralidad de las experiencias eclesiales, la variedad de formas, la unidad en la diversidad. Y puede convertirse en un lugar de escucha, un espacio de diálogo y un instrumento de discernimiento.
El valor de la comunión académica
Cuando, en 1925, Pío XI quiso fundar el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, lo hizo a pesar de las dificultades económicas y el clima incierto de la posguerra. Lo hizo con valentía, con visión de futuro, con confianza en la ciencia y en la fe. Hoy, cien años después, ese gesto nos interpela. Nos pregunta si también nosotros somos capaces de creer en la fuerza del estudio, de la formación, de la memoria; nos pregunta si estamos dispuestos a invertir en la cultura a pesar de la crisis, a promover el conocimiento a pesar de la indiferencia, a defender la belleza incluso cuando parece marginal. Ser fieles al espíritu de los fundadores significa no conformarse con lo ya hecho, sino relanzarlo. Significa formar personas capaces de pensar, de cuestionar, de discernir, de narrar. Significa no encerrarse en un saber elitista, sino compartir, divulgar, involucrar.
En este centenario, deseo también reiterar la importancia de la comunión entre las diferentes instituciones que se ocupan de la arqueología. La Pontificia Academia Romana de Arqueología, la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada, la Pontificia Academia Cultorum Martyrum, el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana: cada una con su especificidad, todas comparten una misma misión. Es necesario que colaboren, dialoguen y se apoyen entre ellas; que establezcan sinergias, elaboren proyectos comunes y promuevan redes internacionales.
La arqueología cristiana no es un privilegio para unos pocos, sino un recurso para todos, que puede ofrecer una contribución original al conocimiento de la humanidad, al respeto de la diversidad y a la promoción de la cultura.
También la relación con el Oriente cristiano puede encontrar en la arqueología un terreno fértil. Las catacumbas comunes, las iglesias compartidas, las prácticas litúrgicas análogas, los martirologios convergentes: todo ello constituye un patrimonio espiritual y cultural que hay que valorizar juntos.
Educar en la memoria, custodiar la esperanza
Vivimos en un mundo que tiende a olvidar, que corre rápidamente, que consume imágenes y palabras sin sedimentar el sentido. La Iglesia, en cambio, está llamada a educar en la memoria, y la arqueología cristiana es uno de sus instrumentos más nobles para hacerlo. No para refugiarse en el pasado, sino para habitar el presente con conciencia, para construir el futuro con raíces.
Quien conoce su propia historia sabe quién es, sabe adónde ir, sabe de quién es hijo y a qué esperanza está llamado. Los cristianos no son huérfanos: tienen una genealogía de fe, una tradición viva y una comunión de testigos. La arqueología cristiana hace visible esta genealogía, custodia sus signos, los interpreta, los narra y los transmite. En este sentido, es también un ministerio de esperanza. Porque muestra que la fe ya ha atravesado épocas difíciles; ha resistido persecuciones, crisis, cambios; ha sabido renovarse, reinventarse, echar raíces en nuevos pueblos, florecer en nuevas formas. Quien estudia los orígenes cristianos ve que el Evangelio siempre ha tenido una fuerza generativa, que la Iglesia siempre ha renacido, que la esperanza nunca ha fallado.
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Me dirijo a los obispos y a los responsables de la cultura y la educación: animen a los jóvenes, laicos y sacerdotes a estudiar arqueología, que ofrece muchas perspectivas formativas y profesionales dentro de las instituciones eclesiásticas y civiles, en el mundo académico y social, en los campos de la cultura y la conservación.
Por último, mi palabra va dirigida a ustedes, hermanos y hermanas, estudiosos, profesores, estudiantes, investigadores, agentes del patrimonio cultural, responsables eclesiásticos y laicos: su trabajo es valioso. No se dejen desanimar por las dificultades. La arqueología cristiana es un servicio, una vocación, una forma de amor a la Iglesia y a la humanidad. Sigan excavando, estudiando, enseñando, narrado. Sean incansables en la búsqueda, rigurosos en el análisis, apasionados en la divulgación. Y, sobre todo, sean fieles al sentido profundo de su compromiso: hacer visible el Verbo de la vida, dar testimonio de que Dios se ha hecho carne, que la salvación ha dejado huellas, que el Misterio se ha convertido en narración histórica.
Que la bendición del Señor los acompañe a todos. Que la comunión de la Iglesia los sostenga. Que los inspire la luz del Espíritu Santo, que es memoria viva y creatividad inagotable. Y que los proteja la Virgen María, que supo meditar todo en su corazón, uniendo el pasado y el futuro en la mirada de la fe.
Vaticano, 11 de diciembre de 2025.
LEÓN PP. XIV
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[1] Francisco, Carta sobre la renovación del estudio de la Historia de la Iglesia (21 noviembre 2024): AAS 116 (2024), 1590.
[2] Reglamento del Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana (11 diciembre 1925), art. 1: Rivista di Archeologia Cristiana della Pontificia Commissione di archeologia sacra, 3 (1926), 21.
[3] Pío XI, Carta enc. Lux Veritatis (25 diciembre 1931), Proemio: AAS 23 (1931), 493.
[4] Cf. P. Saint-Roch, Discours inaugural: N. Cambi - E. Marin (eds.), Acta XIII Congressus Internationalis Archaeologiae Christianae, I, Ciudad del Vaticano 1998, 66-67.
[5] Francisco, Carta al cardenal Gianfranco Ravasi con motivo de la XXV Sesión pública de las Academias Pontificias (1 febrero 2022): AAS 114 (2022), 211.
[6] Por ejemplo, en el Credo tenemos la referencia a Poncio Pilato, un personaje histórico, que permite datar los acontecimientos recordados.
[7] Congregación para la Educación Católica, Normas aplicativas para la recta ejecución de la Const. ap. Veritatis gaudium (27 diciembre 2017), art. 55, 1º b: AAS 110 (2018), 149.
[8] Francisco, Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada (17 mayo 2024): AAS 116 (2024), 697-698.
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