Los testimonios que hemos escuchado —gracias a cada uno de ustedes— nos dicen que estas palabras no han sido vanas, sino que han encontrado escucha y respuesta, porque aquí se sigue construyendo la comunión en la caridad.
En las palabras del Patriarca, a quien agradezco de corazón, podemos captar la raíz de esta tenacidad, simbolizada por la gruta silenciosa en la que san Chárbel rezaba ante la imagen de la Madre de Dios, y por la presencia de este Santuario de Harissa, signo de unidad para todo el pueblo libanés. Permaneciendo con María junto a la cruz de Jesús (cf. Jn 19,25), nuestra oración —puente invisible que une los corazones—nos da la fuerza para seguir esperando y trabajando, incluso cuando a nuestro alrededor retumba el ruido de las armas y las exigencias propias de la vida cotidiana se convierten en un desafío.
Uno de los símbolos que figuran en el “logotipo” de este viaje es el ancla. El Papa Francisco la evocaba a menudo en sus discursos como signo de la fe, que permite ir siempre más allá, incluso en los momentos más oscuros, hasta el cielo. Decía: «Nuestra fe es el ancla en el cielo. Tenemos nuestra vida anclada en el cielo. ¿Qué debemos hacer? Agarrar la cuerda [...]. Y vamos adelante porque estamos seguros que nuestra vida tiene como un ancla en el cielo, en esa orilla a la que llegaremos» (Catequesis, 26 abril 2017). Si queremos construir la paz, anclémonos al cielo y, firmemente dirigidos hacia allí, amemos sin miedo a perder lo efímero y demos sin medida.
De estas raíces, fuertes y profundas como las de los cedros, crece el amor y, con la ayuda de Dios, cobran vida obras concretas y duraderas de solidaridad.
El padre Youhanna nos ha hablado de Debbabiyé, el pequeño pueblo en el que ejerce su ministerio. Allí, a pesar de la extrema necesidad y bajo la amenaza de los bombardeos, cristianos y musulmanes, libaneses y refugiados del otro lado de la frontera, conviven pacíficamente y se ayudan mutuamente. Detengámonos en la imagen que él mismo sugirió, la de la moneda siria encontrada en la bolsa de limosnas junto con las libanesas. Es un detalle importante: nos recuerda que en la caridad cada uno de nosotros tiene algo que dar y que recibir, y que el donarnos mutuamente nos enriquece a todos y nos acerca a Dios. El Papa Benedicto XVI, durante su viaje a este país, hablando del poder unificador del amor incluso en los momentos de prueba, dijo: «Ahora es precisamente cuando hay que celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división. [...] Saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios y de misericordia para con el prójimo» (Discurso durante la visita a la Basílica de San Pablo en Harissa, 14 septiembre 2012).
Es el único modo para no sentirnos aplastados por la injusticia y la opresión, incluso cuando, como hemos oído, nos traicionan personas y organizaciones que especulan sin escrúpulos con la desesperación de quien no tiene alternativas. Sólo así podremos volver a esperar en el mañana, a pesar de la dureza de un presente difícil de afrontar. A este respecto, pienso en la responsabilidad que todos tenemos hacia los jóvenes. Es importante favorecer su presencia, también en las estructuras eclesiales, apreciando su aportación de novedad y dándoles espacio. Y es necesario, incluso entre los escombros de un mundo con dolorosos fracasos, ofrecerles perspectivas concretas y viables de renacimiento y crecimiento para el futuro.