Respecto a la interioridad, san Agustín dice que «el sonido de nuestras palabras golpea los oídos de ustedes, pero el verdadero Maestro está dentro» (In Epistolam Ioannis ad Parthos Tractatus 3,13), y añade: «A los que no enseña interiormente el Espíritu Santo, regresan con la misma ignorancia» (ibíd.). Nos recuerda así que es un error pensar que para enseñar son suficientes palabras bonitas o aulas escolares en buen estado, laboratorios o bibliotecas. Estos son sólo medios y espacios físicos, ciertamente útiles, pero el Maestro está dentro. La verdad no circula a través de sonidos, muros y pasillos, sino en el encuentro profundo entre las personas, sin el cual cualquier propuesta educativa está destinada al fracaso.
Vivimos en un mundo dominado por pantallas y filtros tecnológicos, a menudo superficiales, en el que los estudiantes, para entrar en contacto con su propia interioridad, necesitan ayuda. Y no sólo ellos. También los educadores, con frecuencia cansados y sobrecargados de tareas burocráticas, corren el riesgo real de olvidar lo que san John Henry Newman sintetizaba con la expresión cor ad cor loquitur —“el corazón habla al corazón”—, y que san Agustín recomendaba diciendo: «No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (De vera religione, 39, 72). Son expresiones que invitan a considerar la formación como un camino en el que maestros y discípulos caminan juntos (cf. S. Juan Pablo II, Const. ap. Ex corde Ecclesiae, 15 agosto 1990, 1), conscientes de no buscar en vano, pero, al mismo tiempo, sabiendo que deben seguir buscando incluso después de haber encontrado. Sólo este esfuerzo humilde y compartido —que en los contextos escolares se configura como proyecto educativo— puede acercar a alumnos y docentes a la verdad.
Y llegamos así a la segunda palabra: unidad. Como quizá sepan, mi “lema” es In Illo uno unum. También esta es una expresión agustiniana (cf. Ennaratio in Psalmum 127, 3), que recuerda que sólo en Cristo encontramos verdaderamente la unidad, como miembros unidos a la Cabeza y como compañeros de camino en el proceso de continuo aprendizaje de la vida.
Esta dimensión del “con”, constantemente presente en los escritos de san Agustín, es fundamental en los contextos educativos, como desafío para “salir de sí mismo” y como estímulo para crecer. Por esta razón, he decidido retomar y actualizar el proyecto del Pacto Educativo Global, que fue una de las intuiciones proféticas de mi venerado predecesor, el Papa Francisco. Además, como enseña el Maestro de Hipona, nuestro ser no nos pertenece: «Tu alma —dice— no es tuya propia, sino de todos tus hermanos» (Ep. 243, 4, 6). Y si esto es verdad en sentido general, lo es con mayor razón en la reciprocidad propia de los procesos educativos, en donde el compartir el saber no puede tomar otra forma que la de un gran acto de amor.
Precisamente, la tercera palabra es amor. Resulta muy iluminador, al respecto, un dístico agustiniano que afirma: «El amor a Dios es primero en el orden de lo preceptuado; el amor al prójimo, en cambio, es primero en el orden de la acción» (In Evangelium Ioannis Tractatus 17, 8). En el ámbito formativo, entonces, cada uno podría preguntarse cuál es su compromiso para captar las necesidades más urgentes, qué esfuerzo realiza para construir puentes de diálogo y de paz, incluso dentro de las comunidades docentes; cuál es su capacidad de superar prejuicios o visiones limitadas; cuál su apertura en los procesos de co-aprendizaje; y qué empeño pone en responder a las necesidades de los más frágiles, pobres y excluidos. Compartir el conocimiento no basta para enseñar, se necesita amor. Sólo así el conocimiento será provechoso para quien lo recibe, en sí mismo y, sobre todo, por la caridad que comunica. La enseñanza nunca puede separarse del amor, y una de las dificultades actuales de nuestras sociedades es no saber valorar suficientemente la gran contribución que los maestros y educadores brindan a la comunidad en este sentido. Pero tengamos cuidado, dañar el papel social y cultural de los formadores es hipotecar el propio futuro y una crisis en la transmisión del saber conlleva una crisis de esperanza.
Y llegamos así a la última palabra clave: alegría. Los verdaderos maestros educan con una sonrisa, y su apuesta es lograr despertar sonrisas en el fondo del alma de sus discípulos. Hoy, en nuestros contextos educativos, preocupa ver crecer los síntomas de una fragilidad interior generalizada, en todas las edades. No podemos cerrar los ojos ante estos reclamos silenciosos de auxilio; al contrario, debemos esforzarnos por identificar sus causas profundas. La inteligencia artificial, en particular, con su conocimiento técnico, frío y estandarizado, puede aislar aún más a estudiantes ya aislados, dándoles la ilusión de no necesitar a los demás o, peor aún, la sensación de no ser dignos de ellos. El papel de los educadores, en cambio, es un compromiso humano, y la alegría misma del proceso educativo es plenamente humana, una llama que «funde las almas y de muchas hace una sola» (S. Agustín, Confesiones, IV, 8,13).