El Papa León XIV predicó este miércoles 24 de septiembre sobre el descenso a los infernos de Cristo tras la resurrección durante la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro:
Queridos hermanos y hermanas, también hoy nos detenemos en el misterio del Sábado Santo. Es el día del Misterio pascual en el que todo parece inmóvil y silencioso, mientras que en realidad se cumple una invisible acción de salvación: Cristo desciende al reino de los infiernos para llevar el anuncio de la Resurrección a todos aquellos que estaban en las tinieblas y en la sombra de la muerte.
Este evento, que la liturgia y la tradición nos han entregado, representa el gesto más profundo y radical del amor de Dios por la humanidad. De hecho, no basta decir ni creer que Jesús ha muerto por nosotros: es necesario reconocer que la fidelidad de su amor ha querido buscarnos a llí donde nosotros mismos nos habíamos perdido, allí donde se puede empujar solo la fuerza de una luz capaz de atravesar el dominio de las tinieblas.
Los infiernos, en la concepción bíblica, no son tanto un lugar, sino una condición existencial: esa condición en la que la vida está debilitada y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás. Cristo nos alcanza también en este abismo, atravesando las puertas de este reino de tinieblas. Entra, por así decir, en la misma casa de la muerte, para vaciarla, para liberar a los habitantes, tomándoles de la mano uno por uno. Es la humildad de un Dios que no se detiene delante de nuestro pecado, que no se asusta frente al rechazo extremo del ser humano.
El apóstol Pedro, en el breve pasaje de su primera Carta que hemos escuchado, nos dice que Jesús, vivificado en el Espíritu Santo, fue a llevar el anuncio de salvación también «a los espíritus encarcelados» (1 Pe 3,19). Es una de las imágenes más conmovedoras, que no se encuentra desarrollada en los Evangelios canónicos, sino en un texto apócrifo llamado Evangelio de Nicodemo. Según esta tradición, el Hijo de Dios se adentró en las tinieblas más espesas para alcanzar también al último de sus hermanos y hermanas, para llevar también allí abajo su luz. En este gesto está toda la fuerza y la ternura del anuncio pascual: la muerte nunca es la última palabra.
Queridos, este descenso de Cristo no tiene que ver solo con el pasado, sino que toca la vida de cada uno de nosotros. Los infiernos no son solo la condición de quien está muerto, sino también de quien vive la muerte a causa del mal y del pecado. Es también el infierno cotidiano de la soledad, de la vergüenza, del abandono, del cansancio de vivir. Cristo entra en todas estas realidades oscuras para testimoniarnos el amor del Padre. No para juzgar, sino para liberar. No para culpabilizar, sino para salvar. Lo hace sin clamor, de puntillas, como quien entra en una habitación de hospital para ofrecer consuelo y ayuda.