La primera lectura, del Libro de Qohélet, nos invita a tomar contacto, como los dos discípulos de los que hemos hablado, con la experiencia de nuestros límites, de la finitud de las cosas que pasan (cf. Qo 1,2;2,21-23); y el Salmo responsorial, que le hace eco, nos propone la imagen de «la hierba que brota de mañana: por la mañana brota y florece, y por la tarde se seca y se marchita» (Sal 90,5-6).
Son dos referencias fuertes, quizá un poco impactantes, pero que no deben asustarnos, como si fueran argumentos “tabú”, que se deben evitar. La fragilidad de la que hablan, en efecto, forma parte de la maravilla que somos. Pensemos en el símbolo de la hierba: ¿no es hermosísimo un prado florecido?
Ciertamente, es delicado, hecho con tallos delgados, vulnerables, propensos a secarse, doblarse, quebrarse; pero, al mismo tiempo, son reemplazados rápidamente por otros que florecen después de ellos; y los primeros se vuelven generosamente para estos alimento y abono, al consumirse en el terreno. Así vive el campo, renovándose continuamente, e incluso durante los meses fríos del invierno, cuando todo parece callar, su energía vibra bajo tierra y se prepara para explotar en miles de colores durante la primavera.
También nosotros, queridos amigos, somos así; hemos sido hechos para esto. No para una vida donde todo es firme y seguro, sino para una existencia que se regenera constantemente en el don, en el amor. Y por eso aspiramos continuamente a un “más” que ninguna realidad creada nos puede dar; sentimos una sed tan grande y abrasadora, que ninguna bebida de este mundo puede saciar.
No engañemos nuestro corazón ante esta sed, buscando satisfacerla con sucedáneos ineficaces. Más bien, escuchémosla. Hagámonos de ella un taburete para subir y asomarnos, como niños, de puntillas, a la ventana del encuentro con Dios. Nos encontraremos ante Él, que nos espera; más bien, que llama amablemente a la puerta de nuestra alma (cf. Ap 3,20). Y es hermoso, también con veinte años, abrirle de par en par el corazón, permitirle entrar, para después aventurarnos con Él hacia los espacios eternos del infinito.
San Agustín, hablando de su intensa búsqueda de Dios, se preguntaba: «¿Qué es, entonces, esa cosa tan esperada [...]? ¿La tierra? No. ¿Algo que se origina en la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el agua? [...] Todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son buenas» (Sermón 313/F, 3). Y concluía: «Busca a quien las hizo: él es tu esperanza» (ibíd.). Pensando, luego, en el camino que había recorrido, rezaba diciendo: «Y he aquí que tú [Señor] estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando [...]. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (Confesiones, 10, 27).