Hoy no son solo peregrinos, sino también testigos de esperanza: la testimonian a mí y a todos, porque se han dejado involucrar por la fascinante aventura de la vocación sacerdotal en un tiempo no fácil. Han acogido la llamada a convertirse en anunciadores mansos y fuertes de la Palabra que salva, servidores de una Iglesia abierta y de una Iglesia en salida misionera.
Y digo una palabra también en español, gracias por haber aceptado con valentía la invitación del Señor a seguir, a ser discípulo, a entrar en el seminario. Hay que ser valientes y no tengan miedo.
A Cristo que llama, ustedes le están diciendo «sí», con humildad y valentía; y este «aquí estoy» que le dirigen a Él, germina en la vida de la Iglesia y se deja acompañar por el necesario camino de discernimiento y formación.
Jesús, como ustedes saben, los llama ante todo a vivir una experiencia de amistad con Él y con los compañeros de cordada (cf. Mc 3,13); una experiencia destinada a crecer de manera permanente también después de la Ordenación y que involucra todos los aspectos de la vida. De hecho, no hay nada en ustedes que deba ser descartado, sino que todo debe ser asumido y transfigurado en la lógica del grano de trigo, con el fin de convertirse en personas y sacerdotes felices, «puentes» y no obstáculos para el encuentro con Cristo para todos aquellos que se acercan a ustedes. Sí, Él debe crecer y nosotros disminuir, para que podamos ser pastores según su Corazón.
Hablando del Corazón de Jesucristo, ¿cómo no recordar la encíclica Dilexit nos que nos ha donado el querido Papa Francisco? Precisamente en este tiempo que están viviendo, es decir, el tiempo de la formación y del discernimiento, es importante centrar la atención en el centro, en el «motor» de todo su camino: ¡el corazón! El seminario, sea cual sea su modalidad, debe ser una escuela de los afectos. Hoy, de manera particular, en un contexto social y cultural marcado por el conflicto y el narcisismo, necesitamos aprender a amar y a hacerlo como Jesús.
Como Cristo amó con corazón de hombre, ¡ustedes están llamados a amar con el Corazón de Cristo! Amar con el corazón de Jesús. Pero para aprender este arte hay que trabajar en la propia interioridad, donde Dios hace oír su voz y desde donde parten las decisiones más profundas; pero que es también lugar de tensiones y luchas (cf. Mc 7,14-23), que hay que convertir para que toda su humanidad huela a Evangelio. El primer trabajo, por tanto, hay que hacerlo en la interioridad. Recuerden bien la invitación de san Agustín a volver al corazón, porque allí encontramos las huellas de Dios. Bajar al corazón a veces puede darnos miedo, porque en él también hay heridas. No tengan miedo de cuidarlas, déjense ayudar, porque precisamente de esas heridas nacerá la capacidad de estar junto a los que sufren. Sin vida interior tampoco es posible la vida espiritual, porque Dios nos habla precisamente allí, en el corazón. Dios nos habla en el corazón, tenemos que saber escucharlo. Parte de este trabajo interior es también el entrenamiento para aprender a reconocer los movimientos del corazón: no solo las emociones rápidas e inmediatas que caracterizan el alma de los jóvenes, sino sobre todo sus sentimientos, que les ayudan a descubrir la dirección de su vida. Si aprenden a conocer su corazón, serán cada vez más auténticos y no necesitarán ponerse máscaras. Y el camino privilegiado que nos lleva a la interioridad es la oración: en una época en la que estamos hiperconectados, cada vez es más difícil experimentar el silencio y la soledad. Sin el encuentro con Él, ni siquiera podemos conocernos verdaderamente a nosotros mismos.