Somos pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II ha vivificado esta conciencia, casi anticipando un tiempo en el que las pertenencias se volverían más frágiles y el sentido de Dios más difuso. Ustedes son testimonio de que Dios no se ha cansado de reunir a sus hijos, aunque sean diversos, y de constituirlos en una unidad dinámica. No se trata de una acción impetuosa, sino de esa brisa suave que devolvió la esperanza al profeta Elías en la hora del desaliento (cf. 1 Re 19,12). No es ruidosa la alegría de Dios, pero realmente cambia la historia y nos acerca los unos a los otros. Icono de esto es el misterio de la Visitación, que la Iglesia contempla en este último día de mayo. Del encuentro entre la Virgen María y su prima Isabel brota el Magnificat, el canto de un pueblo visitado por la gracia.
Las Lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a interpretar lo que también entre nosotros está ocurriendo.
Jesús, en primer lugar, en el Evangelio no aparece abrumado por la muerte inminente ni decepcionado por los lazos rotos o incompletos. El Espíritu Santo, por el contrario, intensifica esos vínculos amenazados. En la oración, se vuelven más fuertes que la muerte. En lugar de pensar en su propio destino, Jesús pone en manos del Padre los vínculos que ha construido aquí abajo. ¡Nosotros formamos parte de ellos! El Evangelio, en efecto, ha llegado hasta nosotros a través de vínculos que el mundo puede desgastar, pero no destruir.
Queridos ordenandos, ¡concíbanse a ustedes mismos al modo de Jesús! Ser de Dios –siervos de Dios, pueblo de Dios– nos liga a la tierra: no a un mundo ideal, sino al real. Como Jesús, las personas que el Padre pone en su camino son de carne y hueso. A ellas conságrense, sin separarse, sin aislarse, sin convertir el don recibido en una especie de privilegio. El Papa Francisco nos ha advertido muchas veces contra esto, porque la autorreferencialidad apaga el fuego de la misión.
La Iglesia es constitutivamente extrovertida, como lo son la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Ustedes harán suyas sus palabras en cada Eucaristía: es «por ustedes y por todos». A Dios nadie lo ha visto jamás. Él se dirigió a nosotros, salió de sí mismo. El Hijo se convirtió en su exégesis, en su relato vivo. Y nos dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. ¡No busquen, no busquemos otro poder!
El gesto de la imposición de manos, con el que Jesús acogía a los niños y curaba a los enfermos, renueve en ustedes la fuerza liberadora de su ministerio mesiánico. En los Hechos de los Apóstoles, ese gesto que pronto repetiremos es transmisión del Espíritu Creador. Así, el Reino de Dios pone ahora en comunión sus libertades personales, dispuestas a salir de sí mismas, injertando sus inteligencias y sus jóvenes fuerzas en la misión jubilar que Jesús ha transmitido a su Iglesia.