Mensaje del Santo Padre por la Jornada Mundial de las Misiones del 2001

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"Misericordias Domini in aeternum cantabo" (Sal 89 [88], 2)

¡Queridos Hermanos y Hermanas!

1. Con íntima alegría hemos celebrado el Gran Jubileo de la salvación, tiempo de gracia para toda la Iglesia. La misericordia divina, que cada fiel ha podido experimentar, nos impulsa a "remar mar adentro", haciendo memoria grata del pasado, viviendo con pasión el presente y abriéndonos con confianza al futuro, con la convicción que "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8) (cfr. Carta apostólica Novo Millennio ineunte, 1). Este impulso hacia el futuro, iluminado por la esperanza, debe que ser la base del actuar de toda la Iglesia en el nuevo milenio. Éste es el mensaje que deseo dirigir a cada fiel en ocasión de la Jornada Misionera Mundial, que se celebrará el próximo 21 de octubre.

2. Es tiempo, sí, de mirar hacia adelante, manteniendo los ojos fijos en el rostro de Jesús (cfr Heb 12,2). El Espíritu nos llama a "proyectarnos hacia el futuro que nos espera" (Novo Millennio ineunte, 3), a testimoniar y confesar a Cristo, dando gracias "por las «maravillas» que Dios ha realizado por nosotros: «Misericordias Domini in aeternum cantabo» (Sal 89 [88], 2)" (ibid., 2). Con ocasión de la Jornada Misionera Mundial del año pasado, he querido recordar cómo el compromiso misionero surge de la ardiente contemplación de Jesús. El cristiano que ha contemplado a Jesucristo no puede no sentirse raptado por su fulgor (cfr Vita consecrata, 14) para comprometerse a testimoniar su fe en Cristo, único Salvador del hombre.

La contemplación del rostro del Señor suscita en los discípulos la «contemplación» también de los rostros de los hombres y mujeres de hoy: el Señor en efecto se identifica "con sus hermanos más pequeños" (cfr Mt, 25, 40.45). El contemplar a Jesús, "primero y más grande evangelizador" (Evangelii nuntiandi, 7), nos transforma en evangelizadores. Nos hace tomar conciencia de su voluntad de dar la vida eterna a aquellos que el Padre le ha confiado (cfr Jn 17,2). Dios quiere que "todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4), y Jesús sabía que la voluntad del Padre para Él era que anunciara el Reino de Dios también a otras ciudades: "para esto he sido enviado" (Lc 4,43).

Fruto de la contemplación de los "hermanos más pequeños" es el descubrir que cada hombre, incluso en un modo para nosotros misterioso, busca a Dios, porque es creado y amado por Él. Así lo descubrieron los primeros discípulos: "Señor, todos te buscan" (Mc 1,37). Y los «griegos», en nombre de las generaciones por venir, exclaman: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). Sí, Cristo es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cfr Jn 1,9): todo hombre lo busca "andando como a ciegas" (Hch 17,27), impulsado por una atracción interior de la cual ni siquiera él conoce bien el origen. Ésta está escondida en el corazón de Dios, donde palpita una voluntad salvadora universal. De ella Dios nos hace testigos y heraldos. Para este fin nos invade, como en un nuevo Pentecostés, con el fuego de su Espíritu, con su amor y con su presencia: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta al final del mundo" (Mt 28,20).

3. Fruto, pues, del Gran Jubileo también es la actitud que el Señor pide a cada cristiano, la de mirar hacia adelante con fe y esperanza. El Señor hace el honor de volver a poner en nosotros su confianza y nos llama al ministerio mostrándonos misericordia (cfr 1 Tim 1, 12.13). No es un llamado reservado a algunos, sino que es para todos, cada uno en su propio estado de vida. En la Carta apostólica Novo Millennio ineunte he escrito al respecto: "Esta pasión no dejará de suscitar en la Iglesia un nueva misionariedad, que no podrá ser exigida a una porción de «especialistas», sino que deberá involucrar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado realmente a Cristo, no puede guardárselo para si, debe anunciarlo.

Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos... La propuesta de Cristo es hecha a todos con confianza. Se dirigirá a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin nunca esconder las exigencias más radicales del mensaje evangélico, sino saliendo al encuentro de las exigencias de cada uno en cuanto a sensibilidad y lenguaje, según el ejemplo de Pablo, el cual afirmaba: «Me he hecho todo para todos, para salvar a toda costa a algunos» (1 Cor 9,22)" (n. 40).

De manera especial, la llamada a la misión adquiere singular urgencia, si miramos a aquella porción de la humanidad que no conoce o no reconoce a Cristo. Sí, queridos hermanos y hermanas, la misión ad gentes es hoy más válida que nunca. Conservo impreso en el corazón el rostro de la humanidad que he podido contemplar en el curso de mis peregrinajes: es el rostro de Cristo reflejado en el de los pobres y de los sufrientes; el rostro de Cristo que reluce en cuantos viven como "ovejas sin pastor" (Mc 6, 34). Cada hombre y cada mujer tienen pleno derecho a que se les enseñe "muchas cosas" (ibid.).

Ante la evidencia de la propia fragilidad e insuficiencia, la tentación humana, incluso del apóstol, es la de despedir a la gente. En cambio, es propio en aquel instante que, poniéndose en contemplación del rostro del amado, se requiere que cada uno vuelva a escuchar las palabras de Jesús: "no es bueno que se vayan: vosotros mismos dadles de comer" (cfr Mt 14,16; Mc 6,37). Se experimenta así al mismo tiempo la debilidad humana y la gracia del Señor. Conscientes de la infaltable fragilidad que nos signa profundamente, descubrimos la necesidad de dar gracias a Dios por lo que Él ha realizado por nosotros y por lo que, en su gracia, realizará.

4. ¿Cómo no recordar, en esta circunstancia, a todos los misioneros y los misioneras, sacerdotes, religiosos, religiosos y laicos, que han hecho de la misión ad gentes y ad vitam la razón de su propio existir? Ellos con su misma existencia proclaman "sin fin las gracias del Señor" (Sal 89). No pocas veces este «sin fin» ha llegado incluso hasta la efusión de la sangre: ¡cuántos han sido los «testigos de la fe» en el pasado siglo! Es también gracias a su generosa donación que el Reino de Dios ha podido extenderse. A ellos va nuestro agradecido pensamiento, acompañado por la oración. Su ejemplo es estímulo y sustento para todos los fieles, quienes pueden tomar valor al verse "rodeados por un número tan grande de testigos" (Heb 12,1), que con su vida y su palabra han hecho y hacen resonar el Evangelio en todos los continentes.

Sí, queridos hermanos y hermanas, no podemos callar aquello que hemos visto y oído (cfr Hch 4,20). Hemos visto la obra del Espíritu y la gloria de Dios manifestarse en la debilidad (cfr 2 Cor 12; 1 Cor 1). También hoy tantos hombres y mujeres, con su dedicación y con su sacrificio, son para nosotros manifestación elocuente del amor de Dios. De ellos hemos recibido la fe y nos vemos impulsados a ser, a nuestra vez, anunciadores y testigos del Misterio.

5. La misión es "anuncio gozoso de un don que es para todo, y que es propuesto a todos con el más grande respeto de la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16)... La Iglesia, por tanto, no se puede sustraer a la actividad misionera hacia los pueblos. Y sigue siendo una tarea prioritaria de la missio ad gentes el anuncio de que es en Cristo, «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la salvación" (Novo Millennio ineunte, 56). Es una invitación para todos, es un llamado urgente al que se le da pronta y generosa respuesta. ¡Es necesario marchar! Es necesario ponerse en camino sin vacilaciones, como María, la Madre de Jesús; como los pastores despertados por el primer anuncio del ángel; como la Magdalena a la vista del Resucitado. "Nuestro paso, al inicio de este siglo nuevo, debe hacerse más expedito en el marchar por las calles del mundo... Cristo resucitado nos vuelve a dar como un cita en el Cenáculo, donde la tarde del «primer día después del sábado» (Jn 20,19), se presentó a ellos para «aletear» sobre ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización" (ibid., 58).

6. ¡Queridos hermanos y hermanas! La misión exige oración y compromiso concreto. Tantas son las necesidades que la difusión capilar del Evangelio comporta.

Este año se conmemora el 75° aniversario de la institución de la Jornada Misionera por parte del Papa Pío XI, que acogió el pedido de la Pontificia Obra para la Propagación de la Fe para "establecer «una jornada de oraciones y de propaganda para los misioneros» a celebrarse en un mismo día en todas las diócesis, las parroquias y los institutos del mundo católico... y para solicitar el óbolo para las misiones" (Sagrada Congregación para los Ritos: Institución de la Jornada Misionera Mundial, el 14 de abril de 1926: AAS 19 (1927), p. 23s).

Desde entonces, la Jornada Misionera constituye una ocasión especial para recordar a todo el Pueblo de Dios la permanente validez del mandato misionero, ya que "la misión involucra a todos los cristianos, todas las diócesis y parroquias, las instituciones y asociaciones eclesiales" (Carta encíclica Redemptoris missio, 2). Es al mismo tiempo circunstancia oportuna para reafirmar que "las misiones no piden sólo una ayuda, sino un compartir con el anuncio y la caridad hacia los pobres. Todo aquello que hemos recibido de Dios -la vida y los bienes materiales- no es nuestro" (ibid., n. 81). Esta jornada es importante en la vida de la Iglesia, "también porque enseña cómo donar: en la celebración eucarística, es decir como ofrecimiento a Dios, y para todas las misiones del mundo" (ibid.). Sea, por tanto, este aniversario ocasión propicia para reflexionar sobre la necesidad de un mayor esfuerzo común en la promoción del espíritu misionero y en la búsqueda de las necesarias ayudas materiales que los misioneros necesitan.

7. En la homilía de conclusión del Gran Jubileo, el 6 de enero del 2001, he dicho: "Es necesario recomenzar desde Cristo, con el impulso de Pentecostés, con entusiasmo renovado. Recomenzar desde Él, ante todo, en el compromiso cotidiano por la santidad, poniéndonos en actitud de oración y en escucha de su Palabra. Recomenzar desde Él para testimoniar el amor" (n. 8).
Por tanto:

Recomienza de Cristo, tú que has encontrado misericordia.
Recomienza de Cristo, tú que has perdonado y acogido el perdón.
Recomienza de Cristo, tú que conoces el dolor y el sufrimiento.
Recomienza de Cristo, tú tentado por la tibieza:el año de gracia es tiempo ilimitado.
Recomienza de Cristo, Iglesia del nuevo milenio.

¡Canta y camina! (cfr Ritos de conclusión de la Santa Misa en la Epifanía del Señor 2001).

Que María, Madre de la Iglesia, Estrella de la evangelización, nos afiance en este camino, como permaneció junto a los discípulos en el día de Pentecostés. A Ella nos dirigimos confiados para que, por su intercesión, el Señor nos conceda el don de la perseverancia en la tarea misionera, que concierne a toda la comunidad eclesial.

Con tales sentimientos, os bendigo a todos.

En el Vaticano, 3 de junio del 2001, Solemnidad de Pentecostés.

JUAN PABLO II