CATEQUESIS DEL PAPA BENEDICTO XVI: SALMO 129

Oct 19, 2005
1. Se acaba de proclamar uno de los Salmos más famosos y queridos por la tradición cristiana: el «De profundis», llamado así por la manera en que comienza en su versión latina. Junto al «Miserere», se ha convertido en uno de los salmos penitenciales preferidos de la devoción popular.

Más allá de su aplicación fúnebre, el texto es ante todo un canto a la misericordia divina y a la reconciliación entre el pecador y el Señor, un Dios justo, pero que siempre está dispuesto a manifestarse como «misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad.
Mantiene su amor por millares y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Éxodo 34, 6-7). Precisamente por este motivo, nuestro Salmo forma parte de la liturgia vespertina de Navidad y de toda la octava de Navidad, así como del IV domingo de Pascua y de la solemnidad de la Anunciación del Señor.

2. El Salmo 129 se abre con una voz que surge de las profundidades del mal y de la culpa (Cf. versículos 1-2). El yo del orante se dirige al Señor diciendo: «a ti grito, Señor». El Salmo se desarrolla después en tres momentos dedicados al tema del pecado y del perdón. Se dirige ante todo a Dios, tuteándole: «Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto» (versículos 3-4).

Es significativo el hecho de que lo que genera el respeto, actitud de temor mezclada de amor, no es el castigo, sino el perdón. Más que la cólera de Dios, debe provocar en nosotros un santo temor su magnanimidad generosa y desarmante. Dios, de hecho, no es un soberano inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso, a quien no tenemos que amar por el miedo de un castigo, sino por su bondad dispuesta a perdonar.

3. En el centro del segundo momento está el «yo» del orante que ya no se dirige al Señor, sino que habla de Él: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora» (versículos 5-6). Florecen en el corazón del salmista arrepentido la espera, la esperanza, la certeza de que Dios pronunciará una palabra liberadora y cancelará el pecado.

La tercera y última etapa en la evolución del Salmo abarca a todo Israel, el pueblo con frecuencia pecador y consciente de la necesidad e la gracia salvífica de Dios: «Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos» (versículos 7-8).

La salvación personal, antes implorada por el orante, se extiende ahora a toda la comunidad. La fe del salmista se injerta en la fe histórica del pueblo de la alianza, «redimido» por el Señor no sólo de las angustias de la opresión de Egipto, sino también «de todos sus delitos».

Desde lo hondo tenebroso del pecado, la súplica del «De profundis» se eleva hasta el horizonte de Dios, en el que domina «la misericordia y la redención», dos grandes características del Dios del amor.

4. Encomendémonos ahora a la meditación que de este Salmo ha hecho la tradición cristiana. Escojamos la palabra de san Ambrosio: en sus escritos, él recuerda con frecuencia los motivos que llevan a invocar de Dios el perdón.

«Tenemos un Señor bueno que quiere perdonar a todos», recuerda en el tratado sobre «La penitencia» y añade: «Si quieres ser justificado, confiesa tu yerro: una confesión humilde de los pecados deshace el enredo de las culpas… Y ves cómo la esperanza del perdón te mueve a confesar» (2,6,40-41: SAEMO, XVII, Milano-Roma 1982, p. 253).

En el «Comentario al Evangelio según Lucas», repitiendo la misma invitación, el obispo de Milán expresa su maravilla por los dones que Dios añade a su perdón: «Mira qué bueno es Dios, está dispuesto a perdonar los pecados: no sólo vuelve a dar lo que había quitado, sino que concede también dones inesperados». Zacarías, padre de Juan Bautista, se quedó mudo por no haber creído en el ángel, pero después, perdonándole, Dios le concedió el don de profecía: «El que poco antes era mudo, ahora ya profetiza», observa san Ambrosio, «es una de las gracias más grandes del Señor, el que precisamente los que le han renegado le confiesen. Que nadie se desaliente, por tanto, que nadie pierda la esperanza de recibir las recompensas divinas, aunque sienta el remordimiento de antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la culpa» (2,33: SAEMO, XI, Milano-Roma 1978, p. 175).

Regresar a documentos de Benedicto XVI