HOMILÍA DE BENEDICTO XVI EN LA FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

May 17, 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Es una gran alegría para mí encontrarme en medio de vosotros y celebrar para vosotros la Eucaristía, en la fiesta solemne de la Santísima Trinidad. Saludo con afecto a vuestro pastor, monseñor Vittorio Lupi, al que agradezco las palabras con que, al inicio de la celebración, me ha presentado a la comunidad diocesana, y aún más, los sentimientos de caridad y de esperanza pastoral que ha manifestado. Agradezco también al señor alcalde el saludo cordial que me ha dirigido en nombre de toda la ciudad. Saludo a las autoridades civiles, a los sacerdotes, a los religiosos, a los diáconos y a los responsables de asociaciones, movimientos y comunidades eclesiales. A todos renuevo en Cristo mi augurio de gracia y de paz.

En esta solemnidad, la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por una maravilla realizada por él, sino sobre todo por cómo es él; por la belleza y la bondad de su ser, del que deriva su obrar. Se nos invita a contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda, que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida. Toda la sagrada Escritura nos habla de él. Más aún, es él mismo quien nos habla de sí en las Escrituras y se revela como Creador del universo y Señor de la historia.

Hoy hemos escuchado un pasaje del libro del Éxodo en el que —algo del todo excepcional— Dios proclama incluso su propio nombre. Lo hace en presencia de Moisés, con el que hablaba cara a cara, como con un amigo. ¿Y cuál es este nombre de Dios? Es siempre conmovedor escucharlo: "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad" (Ex 34, 6). Son palabras humanas, pero sugeridas y casi pronuncias por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad sobre Dios: eran verdaderas ayer, son verdaderas hoy y serán verdaderas siempre; nos permiten ver con los ojos de la mente el rostro del Invisible, nos dicen el nombre del Inefable. Este nombre es Misericordia, Gracia, Fidelidad.

Queridos amigos, al encontrarme aquí, en Savona, no puedo menos de alegrarme con vosotros por el hecho de que este es precisamente el nombre con el que se presentó la Virgen María cuando se apareció, el 18 de marzo de 1536, a un campesino, hijo de esta tierra. "Virgen de la Misericordia" es el título con el que se la venera —desde hace algunos años también tenemos una imagen suya en los jardines vaticanos—. Pero María no hablaba de sí misma, nunca habla de sí misma, sino siempre de Dios, y lo hizo con este nombre tan antiguo y siempre nuevo: misericordia, que es sinónimo de amor, de gracia.

Aquí radica toda la esencia del cristianismo, porque es la esencia de Dios mismo. Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor, pero, precisamente por ser Amor es apertura, acogida, diálogo; y en su relación con nosotros, hombres pecadores, es misericordia, compasión, gracia, perdón. Dios ha creado todo para la existencia, y su voluntad es siempre y solamente vida.

Para quien se encuentra en peligro, es salvación. Acabamos de escucharlo en el evangelio de san Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16). En este entregarse de Dios en la persona del Hijo actúa toda la Trinidad: el Padre, que pone a nuestra disposición lo que más ama; el Hijo que, de acuerdo con el Padre, se despoja de su gloria para entregarse a nosotros; y el Espíritu, que sale del sereno abrazo divino para inundar los desiertos de la humanidad. Para esta obra de su misericordia, Dios, disponiéndose a tomar nuestra carne, quiso necesitar un "sí" humano, el "sí" de una mujer que se convirtiera en la Madre de su Verbo encarnado, Jesús, el Rostro humano de la Misericordia divina. Así, María llegó a ser, y es para siempre, la "Madre de la Misericordia", como se dio a conocer también aquí, en Savona.

A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más que invitar a sus hijos a volver a Dios, a encomendarse a él en la oración, a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón misericordioso. En verdad, él no desea sino derramar en el mundo la sobreabundancia de su gracia. "Misericordia y no justicia", imploró María, sabiendo que su Hijo Jesús ciertamente la escucharía, pero de igual modo consciente de la necesidad de conversión del corazón de los pecadores. Por eso, invitó a la oración y a la penitencia.

Por tanto, mi visita a Savona, en el día de la Santísima Trinidad, es ante todo una peregrinación, mediante María, a los manantiales de la fe, de la esperanza y del amor. Una peregrinación que es también memoria y homenaje a mi venerado predecesor Pío VII, cuya dramática historia está indisolublemente unida a esta ciudad y a su santuario mariano. A distancia de dos siglos, vengo a renovar la expresión de la gratitud de la Santa Sede y de toda la Iglesia por la fe, el amor y la valentía con que vuestros conciudadanos sostuvieron al Papa en la residencia forzada que le impuso Napoleón Bonaparte en esta ciudad. Se conservan numerosos testimonios de las muestras de solidaridad dadas al Pontífice por los savoneses, a veces incluso corriendo riesgos personales. Son acontecimientos que hoy los savoneses pueden recordar con sano orgullo.

Como ha observado con razón vuestro obispo, aquella página oscura de la historia de Europa ha llegado a ser, por la fuerza del Espíritu Santo, rica en gracias y enseñanzas, también para nuestros días. Nos enseña la valentía para afrontar los desafíos del mundo: el materialismo, el relativismo, el laicismo, sin ceder jamás a componendas, dispuestos a pagar personalmente con tal de permanecer fieles al Señor y a su Iglesia.

El ejemplo de serena firmeza que dio el Papa Pío VII nos invita a conservar inalterada en las pruebas la confianza en Dios, conscientes de que él, aunque permita que su Iglesia pase por momentos difíciles, no la abandona jamás. Las vicisitudes que vivió ese gran Pontífice en vuestra tierra nos invitan a confiar siempre en la intercesión y en la asistencia materna de María santísima.

La aparición de la Virgen, en un momento trágico de la historia de Savona, y la experiencia tremenda que afrontó aquí el Sucesor de Pedro, concurren a transmitir a las generaciones cristianas de nuestro tiempo un mensaje de esperanza, nos animan a tener confianza en los instrumentos de la gracia que el Señor pone a nuestra disposición en cada situación. Y, entre estos medios de salvación, quiero recordar ante todo la oración: la oración personal, familiar y comunitaria.

En esta fiesta de la Trinidad deseo subrayar la dimensión de alabanza, de contemplación, de adoración. Pienso en las familias jóvenes, y quiero invitarlas a no tener miedo de experimentar, desde los primeros años de matrimonio, un estilo sencillo de oración doméstica, favorecido por la presencia de niños pequeños, muy predispuestos a dirigirse espontáneamente al Señor y a la Virgen. Exhorto a las parroquias y a las asociaciones a dedicar tiempo y espacio a la oración, porque las actividades son pastoralmente estériles si no están precedidas, acompañadas y sostenidas constantemente por la oración.

¿Y qué decir de la celebración eucarística, especialmente de la misa dominical? El día del Señor ocupa con razón el centro de la atención pastoral de los obispos italianos: es preciso redescubrir la raíz cristiana del domingo, a partir de la celebración del Señor resucitado, encontrado en la palabra de Dios y reconocido en la fracción del Pan eucarístico. Y luego también se ha de revalorizar el sacramento de la Reconciliación como medio fundamental para el crecimiento espiritual y para poder afrontar con fuerza y valentía los desafíos actuales.

Junto con la oración y los sacramentos, otros instrumentos inseparables de crecimiento son las obras de caridad, que se han de practicar con fe viva. Sobre este aspecto de la vida cristiana quise reflexionar también en la encíclica Deus caritas est. En el mundo moderno, que a menudo hace de la belleza y de la eficiencia física un ideal que se ha de perseguir de cualquier modo, como cristianos estamos llamados a encontrar el rostro de Jesucristo, "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal 45, 3), precisamente en las personas que sufren y en las marginadas. Por desagracia, hoy son numerosas las emergencias morales y materiales que nos preocupan. A este propósito, aprovecho de buen grado esta ocasión para dirigir un saludo a los detenidos y al personal del centro penitenciario "San Agustín" de Savona, que viven desde hace tiempo una situación particularmente difícil. También saludo con afecto a los enfermos que están en el hospital, en las clínicas o en sus domicilios particulares.

Deseo dirigiros unas palabras en particular a vosotros, queridos sacerdotes, para expresaros mi aprecio por vuestro trabajo silencioso y por la ardua fidelidad con que lo lleváis a cabo. Queridos hermanos en Cristo, creed siempre en la eficacia de vuestro servicio sacerdotal diario. Es muy valioso a los ojos de Dios y de los fieles; su valor no puede cuantificarse en cifras y estadísticas: sólo conoceremos sus resultados en el Paraíso. Muchos de vosotros sois de edad avanzada: esto me hace pensar en aquel estupendo pasaje del profeta Isaías, que dice: "Los jóvenes se cansan, se fatigan; los adultos tropiezan y vacilan; mientras que a los que esperan en el Señor él les renovará el vigor; subirán con alas como de águilas; correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse" (Is 40, 30-31).

Junto con los diáconos que están al servicio de la diócesis, vivid la comunión con el obispo y entre vosotros, manifestándola mediante una colaboración activa, el apoyo recíproco y una coordinación pastoral común. Dad testimonio valiente y gozoso de vuestro servicio. Id en busca de la gente, como hacía el Señor Jesús: en la visita a las familias, en el contacto con los enfermos, en el diálogo con los jóvenes, haciéndoos presentes en todos los ambientes de trabajo y de vida.

A vosotros, queridos religiosos y religiosas, además de agradeceros vuestra presencia, os reafirmo que el mundo necesita vuestro testimonio y vuestra oración. Vivid vuestra vocación en la fidelidad diaria y haced de vuestra vida una ofrenda agradable a Dios: la Iglesia os está agradecida y os alienta a perseverar en vuestro servicio.

Naturalmente, quiero reservaros un saludo especial y afectuoso a vosotros, jóvenes. Queridos amigos, poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos. Seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente. Pero vale la pena: este es el camino de la verdadera realización personal y, por tanto, de la verdadera felicidad, pues con Cristo se experimenta que "hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch 20, 35). Por eso, os animo a tomar en serio el ideal de la santidad.

En una de sus obras, un famoso escritor francés nos ha dejado una frase que hoy quiero compartir con vosotros: "Hay una sola tristeza: no ser santos" (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 27). Queridos jóvenes, atreveos a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino con el Señor. Dad a esta ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma experiencia de Cristo.

Y esto vale también para los cristianos de más edad. A todos deseo que la fe en Dios uno y trino infunda en cada persona y en cada comunidad el fervor del amor y de la esperanza, la alegría de amarse entre hermanos y ponerse humildemente al servicio de los demás. Esta es la "levadura" que hace crecer a la humanidad, la luz que brilla en el mundo.

María santísima, Madre de la Misericordia, juntamente con todos vuestros santos patronos, os ayude a encarnar en la vida diaria la exhortación del Apóstol que acabamos de escuchar. Con gran afecto la hago mía: "Alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros" (2 Co 13, 11). Amén.

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