DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI A SU LLEGADA EN EL AEROPUERTO DE LISBOA EN PORTUGAL

May 11, 2010

Señor Presidente de la República,
Ilustres Autoridades de la Nación,
Venerados Hermanos en el Episcopado,
Señoras y Señores

Hasta ahora no me había sido posible aceptar las amables invitaciones del Señor Presidente y de mis Hermanos Obispos para visitar esta amada y antigua Nación, que conmemora este año el Centenario de la proclamación de la República. Al pisar por vez primera su suelo desde que la divina Providencia me llamó a la Sede de Pedro, me siento honrado y agradecido por la presencia deferente y la acogida que todos ustedes me dispensan. Le agradezco, Señor Presidente, sus cordiales palabras de bienvenida, interpretando los sentimientos y anhelos del querido pueblo portugués. A todos, independientemente de su fe y religión, les dirijo mi saludo afectuoso, especialmente a quienes no hayan podido venir a este encuentro. Vengo como peregrino de Nuestra Señora de Fátima, investido por el Altísimo con la misión de confirmar a mis hermanos que peregrinan en su camino hacia el cielo.

En los albores de su Nación, el pueblo portugués se dirigió al Sucesor de Pedro esperando en su arbitraje para ver reconocida su propia independencia nacional; más tarde, un Predecesor mío, distinguió a Portugal, en la persona de su Rey, con el título de fidelísimo (cf. Pío II, Bula Dum tuam, 25 enero de 1460), por los elevados y prolongados servicios a la causa del Evangelio. Lo que ocurrió hace ya 93 años fue un amoroso designio de Dios, cuando el cielo se abrió precisamente en Portugal –como una ventana de esperanza que Dios abre cuando el hombre le cierra la puerta– para restaurar, en el seno de la familia humana, los vínculos de la solidaridad fraterna que se basan en el recíproco reconocimiento del mismo y único Padre; no depende del Papa, ni de ninguna otra autoridad eclesial: “No fue la Iglesia que impuso Fátima –diría el Cardenal Manuel Cerejeira, de venerada memoria–, sino que fue Fátima, la que se impuso a la Iglesia”.

La Virgen María bajó del cielo para recordarnos verdades del evangelio que son una fuente de esperanza para una humanidad, fría de amor y sin esperanza de salvación. Naturalmente, esta esperanza tiene, como primera y radical dimensión, no la relación horizontal, sino la vertical y transcendente. La relación con Dios es constitutiva del ser humano, que ha sido creado por Dios y destinado a Dios: por su propia estructura cognitiva busca la verdad, tiende al bien en la esfera volitiva, y en la dimensión estética es atraído por la belleza. La conciencia es cristiana en la medida en que se abre a la plenitud de la vida y de la sabiduría, que tenemos en Jesucristo. La visita, que ahora inicio bajo el signo de la esperanza, pretende ser una propuesta de sabiduría y de misión.

El justo ordenamiento de la sociedad deriva de una visión sapiencial de la vida y del mundo. Radicada en la historia, la Iglesia está abierta a colaborar con quien no excluye ni reduce al ámbito privado la esencial consideración del sentido humano de la vida. No se trata de una confrontación ética entre un sistema laico y un sistema religioso, sino de una cuestión de sentido, al cual se confía la propia libertad. El punto clave es el valor que se atribuye a la cuestión del sentido y a su implicación en la vida pública. El paso a la república, que se llevó a cabo en Portugal hace un siglo, ha establecido, con la distinción entre la Iglesia y el Estado, un nuevo espacio de libertad para la Iglesia, formalizado en los dos Concordatos de 1940 y 2004, en contextos culturales y perspectivas eclesiales muy marcados por rápidos cambios. Los sufrimientos causados por las transformaciones han sido afrontados generalmente con valentía. Vivir en la pluralidad de sistemas de valores y de cuadros éticos requiere un viaje al centro del propio yo y al núcleo del cristianismo para reforzar la calidad del testimonio hasta la santidad, para encontrar caminos de misión hasta la radicalidad del martirio.

Queridos hermanos y amigos portugueses, os agradezco de nuevo vuestra cordial bienvenida. Que Dios bendiga a cuantos os encontráis aquí y a todos los habitantes de esta noble y amada Nación, que confío a Nuestra Señora de Fátima, imagen sublime del amor de Dios que abraza a todos como hijos.

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