46. ¿Cuál debería ser la actitud del Estado frente al SIDA?

El SIDA no es la primera pandemia que sufre nuestra sociedad, ni la primera enfermedad contagiosa con que los pueblos se enfrentan, aunque probablemente sea la de mayores dimensiones. Obligaciones del Estado respecto a enfermedades especialmente graves como lo es el SIDA, de incidencia importante y carácter contagioso son:

a) Informar a los ciudadanos a cerca de la naturaleza y características de la enfermedad, así como de las conductas que deben evitarse para eliminar los riesgos de contagio.

b) Poner los medios razonables a su alcance para que se llegue a obtener la curación de los afectados, incluyendo las ayudas al efecto a los países en vías de desarrollo.

c) Arbitrar los instrumentos asistenciales y jurídicos aptos para fomentar la correcta atención de quienes padecen la enfermedad.

d) Sancionar a quienes son creadores de riesgos graves y evitables para la salud de los ciudadanos.

e) No emitir nunca mensajes que transmitan o escondan una aprobación tácita a los estilos de vida que son responsables de la epidemia.

47. Esto parece muy sencillo de comprender, pero lo cierto es que, en el caso del SIDA, existe un debate que no se ha dado con otras enfermedades. ¿Por qué?

Porque el SIDA pone sobre el tapete una cuestión esencial para las modernas sociedades laicistas: la neutralidad ética del Estado, que algunos parecen entender como compromiso activo del poder público con una moral permisiva, con la ideología del "todo vale" en el campo moral.

Muchos Estados han aceptado como algo indiscutible el que la sexualidad pertenece a la esfera privada del individuo, de suerte que no puede darse una interferencia de los poderes públicos en esta materia. De acuerdo con esto, el Estado debería abstenerse de toda actuación o juicio sobre cualesquiera conductas sexuales, porque todas serían igualmente aceptables.

Pero el SIDA ha emergido como fuente de problemas para los poderes públicos, no sólo en el aspecto asistencial, sino también en el de la prevención, porque la única forma seria de prevenirlo es actuando sobre las conductas de riesgo y éstas son, en parte importante, las que simbolizan la mencionada ideología del "todo vale" de la moral permisiva. Ante esta evidencia empírica, los Gobiernos se encuentran, por un lado, con que están obligados a presentar el compartir el material de inyección para la droga, la promiscuidad sexual y el comportamiento homosexual como de riesgo mortal; pero, por otro, con que esto atenta frontalmente contra los postulados básicos del relativismo ético. Y, en esta situación, no existe muchas veces una disposición honesta y valiente a revisar sus prejuicios a la luz de los hechos.

48. ¿Cuál es, en definitiva, la causa de que sean polémicas las actitudes de los Estados en relación con el SIDA?

La causa es que los poderes públicos quieren sinceramente combatir la enfermedad, evitar su propagación y eliminar sus causas, pero se resisten a admitir que esto exige calificar públicamente ciertos comportamientos "de riesgo", que no sólo expresan opciones individuales, sino que lleva consigo una amenaza para la salud pública ante la cual el Estado no puede ser indiferente.

Los prejuicios ideológicos de algunos políticos y la aceptación de una infra-cultura de muerte y de relativismo ético, los enfrenta así a sus obligaciones en materia de salud pública. En esta situación, ni siquiera la amenaza del SIDA ha impedido a muchos Gobiernos favorecer ciertas ideologías, aun a riesgo de comprometer la salud pública, minusvalorando los efectos propagadores de la enfermedad.

49. ¿No exige la deseable neutralidad ética del Estado que éste se inhiba de todo juicio de valor sobre las conductas personales de los individuos en cuanto que -como la sexualidad- se limitan a expresar el derecho a la intimidad personal?

No. La pregunta da por supuestas dos afirmaciones que son falsas o, al menos, matizables: ni el Estado puede ser éticamente neutro, ni la droga y determinados modos de vivir la sexualidad implican sólo dimensiones de la persona concernientes a la intimidad individual.

50. ¿Por qué el Estado no puede ser éticamente neutro?

El Estado no puede ser éticamente neutro, aunque quisiera, porque es una organización hecha por hombres y al servicio de los hombres; y donde actúa un ser humano respecto a otros, hay un actuar ético o contrario a la ética, y es imposible la neutralidad. La misma "neutralidad" es también una toma de postura con consecuencias previsibles y queridas, sin olvidar el valor pedagógico de las leyes. Esto no quiere decir que el Estado deba convertir en jurídicamente relevantes todos y cada uno de los contenidos de la moral, o que sea confesional y se ponga al servicio de una organización religiosa concreta.

La ética y la moral suponen una ciencia o sabiduría sobre la verdad de la conducta humana de contenido más amplio que la política, y de ellas no se deriva una ideología política concreta; pero desde ellas se puede y se debe juzgar la actuación de los políticos y las políticas concretas que desarrollan, pues en cuanto se trata de actos humanos y para una sociedad de hombres, son susceptibles de un enjuiciamiento ético, por lo demás inevitable.

51. ¿Por qué la sexualidad no implica sólo dimensiones que conciernen a la intimidad individual?

En lo que respecta a la sexualidad como expresión de la intimidad personal, efectivamente el Estado no ha de entrometerse en la vida privada, pero es que la sexualidad humana tiene dimensiones que exceden lo meramente privado. Esto ocurre, por ejemplo, cuando del ejercicio de la capacidad sexual surgen instituciones sociales como el matrimonio y la paternidad / maternidad; cuando ese ejercicio atenta a la moral común (pornografía, escándalo público); cuando atenta a los derechos de los menores (pederastia); o cuando el uso del sexo implica la creación de un riesgo para otros y, a la postre, para la salud pública, como sucede con el SIDA.

En este caso -y otros que se podrían aducir (turismo sexual, mafias de prostitución)- el sexo desborda el ámbito privado de la persona y lleva consigo connotaciones positivas o negativas para los demás, que afectan al bien común y, por ello, legitiman la intervención de las autoridades públicas.

52. Sin embargo, la tolerancia es también un valor moral. ¿No implica esto que el Estado no debe hacer juicio de valor alguno sobre las opciones de conducta de los ciudadanos, tratándolos a todos por igual?

No. La tolerancia es un valor relativo y que se dirige a permitir el mal por otra causa mayor, no a fomentar el bien. Por ello, la tolerancia puede ser una obligación moral cuando hay que convivir con algo malo o cuando intentar erradicarlo implicaría causar mayores males. Pero tolerar el mal no significa considerarlo como un bien. El bien no se tolera; el bien se promueve, se ama. Tolerancia no es lo mismo que benevolencia.

Sin embargo, en materia de droga y de sexualidad las sociedades occidentales han dado el paso que va de la mera tolerancia con todo tipo de comportamientos al relativismo ético: todos ellos son considerados en modo indiferente. Este relativismo ético no puede ser confundido con la tolerancia.

53. En el ámbito de la prevención, que es donde surgen las discrepancias, ¿cuáles son las obligaciones del Estado?

El Estado está obligado a prevenir la extensión del SIDA. Para ello ha de promover la información a los ciudadanos sobre los medios por los que el SIDA se transmite, y ha de comprometerse en la erradicación de las conductas de riesgo, lo que conduce necesariamente a una educación de los ciudadanos. Todo ello con exquisito respeto a los derechos de la persona, pero con firmeza proporcional al riesgo de transmisión de una enfermedad tan dañina como el SIDA.

54. ¿Cumple el Estado estas obligaciones?

En algunos aspectos, más o menos importantes, podría decirse que sí; pero no las cumple del todo, porque da una información insuficiente, que lleva a los ciudadanos a concebir una falsa seguridad, y, en consecuencia, se dificulta una estrategia completa en la lucha contra el contagio.

55. ¿Y en las campañas de difusión del preservativo y similares?

Las campañas sobre el preservativo o condón del estilo de la que se desarrolló en España bajo el zafio eslogan Póntelo, pónselo, y otras posteriores (Sí da-No da; Juega sin riesgo; Por ti, por mí, etc.), incurren en grave irresponsabilidad por tres razones: porque inducen a engaño, porque ocultan información y porque no colaboran a la prevención, sino a una mayor difusión de las conductas de riesgo, ya que implican que las autoridades sanitarias están dando su visto bueno a las conductas y estilos de vida que son responsables de la epidemia.

56. ¿Por qué inducen a engaño estas campañas?

Porque llevan a creer que, usando preservativos, desaparece el riesgo de infección, cuando lo cierto es que ese riesgo disminuye, pero no desaparece. Si se hiciese publicidad de cualquier otro producto farmacéutico o alimenticio ocultando que existe un riesgo parecido de efectos tóxicos o mortales por su consumo, se consideraría a los responsables, sin ningún género de dudas, como negligentes en su cuidado de la salud pública.

57. ¿Por qué ocultan información?

Porque silencian que la verdadera forma segura de anular todo riesgo de contagio por vía sexual es o bien la abstinencia sexual, o bien el acto conyugal monógamo, mutuamente fiel, entre un hombre y una mujer que no hayan tenido antes relaciones extramatrimoniales con terceros. Y además, porque callan el riesgo de contagio que existe a pesar del preservativo, como antes se indicó.

58. ¿Y por qué, en lugar de colaborar a la prevención, estas campañas producen el efecto contrario?

Por dos razones: primera, porque están concebidas con una mentalidad de exaltación y apoyo al permisivismo sexual e incentivan más o menos expresamente las relaciones sexuales, especialmente entre adolescentes y jóvenes a los que se ofrece "sexo seguro" suministrando información incompleta y sesgada sobre la eficacia del preservativo. El aumento de las relaciones sexuales extramatrimoniales implica necesariamente un mayor riesgo de contagio del SIDA, que está vinculado precisamente a la promiscuidad sexual que estas campañas no combaten, sino que promueven, implícita o aun explícitamente. De hecho, de modo semejante las campañas que promocionan el uso de los anticonceptivos para evitar los embarazos no deseados han conducido siempre a un mayor número de estos embarazos precisamente por fomentar la promiscuidad sexual.

En segundo lugar, porque los mensajes que contienen van dirigidos de modo indiscriminado a toda la población a través de medios de comunicación que buscan la máxima audiencia posible. Aun sin hacer juicios de intenciones y presuponiendo la mejor voluntad en los planificadores de esas campañas, no puede menos que dar resultados contraproducentes el recomendar por la televisión a media tarde, por ejemplo, la conveniencia de ponerse un preservativo para el coito anal o de no intercambiar jeringuillas para drogarse, como si el público de ese medio y a esas horas fuera un público "de riesgo", constituido mayoritariamente por homosexuales o drogadictos. Con ello se sigue el efecto de "normalizar" esas conductas, de que todos las acepten como normales, e incluso triviales, sin inconvenientes de ningún género.

Desde el punto de vista técnico estas campañas comente el grave error de olvidar o no tener en cuenta una idea elemental de la educación para la salud: la necesidad de segmentar los cauces de transmisión del mensaje, buscando cauces específicos para cada población peculiar y no tratando indiscriminadamente por igual a toda la población. Ello puede ocasionar confusión y malentendidos fatales.

Afortunadamente se abre paso entre los especialistas en el tratamiento del SIDA la idea de adaptar los mensajes sectorialmente a cada grupo específico de población al que se dirijan en cada caso, y eso no tanto por razones de tipo moral como por el puro sentido común que conlleva una correcta valoración de la relación entre riesgos y beneficios de este tipo de campañas.

59. ¿Por qué estas campañas resultan insuficientes?

Desde un punto de vista antropológico, porque tratan la sexualidad como si sólo tuviera una dimensión, la del placer, y como si la búsqueda de esta dimensión placentera fuese determinante y absolutamente necesaria para el ser humano. Pero ambos presupuestos son falsos.

Que cada ser humano someta a criterios éticos sus posibilidades físicas es el fundamento de las relaciones interpersonales no violentas. Lo mismo se ha de decir del sexo: integrar la mera potencialidad física, sexual, del cuerpo en el conjunto de la persona es un requisito para el equilibrio humano de la persona íntegra, en la cual operan dimensiones somáticas, psicológicas, éticas y religiosas a la vez.

La sexualidad, como el resto de las dimensiones humanas, puede y debe ser sometida a la superior dirección de la inteligencia y la voluntad. El ejercicio de la sexualidad humana tiene una pluralidad de dimensiones: generativa, placentera, afectiva, relacional, cognitiva... Considerar la sexualidad exclusivamente como una fuente de placer empobrece la personalidad, fomenta un individualismo egoísta, cercena posibilidades de relaciones interpersonales enriquecedoras y supone una visión mutilada de la realidad integral del hombre y una toma de postura ideológica no sólo contra la moral cristiana, sino también contra la ética natural humana.

En consecuencia, dirigirse a las personas -especialmente si son adolescentes- como si el sexo en todas las formas físicamente posibles formase parte necesaria de su biografía con carácter compulsivo e inevitable, sería sólo una ridiculez si no fuese además algo deshumanizador y peligroso. Si esto lo hace el Estado, es un abuso –una penosa perversión de menores- financiado con el dinero de todos.

60. ¿Pero puede el Estado legítimamente proponerse actuar sobre las conductas particulares sin violar los derechos de la persona?

Sí. El Estado puede, y en ocasiones debe, actuar sobre las conductas particulares por exigencias del bien común. De hecho lo hace continuamente. Piénsese en las campañas sobre la limpieza en las vías públicas, la contribución fiscal, el consumo de tabaco, la conducción imprudente, la vacunación infantil o las revisiones ginecológicas, el cuidado de los animales, la importancia del voto, etc.

Desde otra perspectiva, es evidente que gran parte del ordenamiento jurídico tiene esa finalidad: la tipificación en el Código Penal y en otras leyes sancionadoras de determinadas conductas como sancionables, tiene el objetivo expreso de desanimar a los ciudadanos de la comisión de tales actos. Ocurre igual con las prohibiciones de venta de algunos productos (drogas, alcohol, tabaco) a los jóvenes o la imposición de determinadas conductas como obligatorias para los ciudadanos: pagar impuestos, acudir a la enseñanza obligatoria, cumplir las leyes del tráfico rodado, atender las necesidades de los hijos, respetar las normas de salud e higiene en el trabajo, etc.

Como se puede apreciar, es normal que el Estado actúe sobre las conductas de los ciudadanos, bien para prohibir, bien para obligar, bien para inducir o para desaconsejar; y esta forma de actuar no atenta contra los derechos de la persona, siempre que se respete la proporción entre el instrumento social elegido (información, consejo, sanción), y el interés público que se persigue, y siempre que no se viole el contenido esencial de la dignidad de la persona y los derechos y libertades en que se concreta.

En el asunto que nos ocupa, el Estado debe observar un exquisito respeto al derecho a la intimidad y una rigurosa proporcionalidad con el fin perseguido, que es evitar o limitar la expansión de una enfermedad cuya transmisión está a menudo vinculada a determinados estilos de vida y conductas de riesgo, teniendo presente que éste, hoy por hoy, es un riesgo grave, e incluso de muerte. No hay razón objetiva alguna para que estos principios queden en suspenso cuando se trata de conductas sexuales.

61. La libertad de la persona, ¿exige al Estado que trate exactamente igual la homosexualidad y la heterosexualidad?

No, en absoluto. La relación heterosexual responde a los mecanismos biológicos humanos, aptos para la transmisión de la vida y para la acogida y desarrollo de esta vida. En consecuencia, es el ámbito natural de creación de la familia. En toda sociedad civilizada la familia es un bien social, pues otorga una estabilidad a las relaciones personales que con frecuencia la relación homosexual o, por definición, las uniones heterosexuales esporádicas y ocasionales no consiguen. Además, al generar nuevas vidas humanas en un ámbito adecuado y acogedor, la familia aporta un bien insustituible que hace al matrimonio acreedor a una protección jurídica específica (cfr. Santa Sede, Carta de los Derechos de la Familia, 22.X.1983).

La relación homosexual, con independencia de su significado moral, no aporta al conjunto de la sociedad los bienes específicos que trae consigo el matrimonio entre un hombre y una mujer, abierto por naturaleza a la transmisión de la vida: el bien de la procreación da lugar a la sustitución generacional, que posibilita la supervivencia de la sociedad, y a la solidaridad intergeneracional en que se fundamenta el bienestar social. Además, la procreación conduce de modo natural a la tarea educativa, prolonga la misión propia de los padres.

Tratar de forma desigual a lo desigual no sólo no debe rechazarse, sino que es una exigencia de justicia. Tratar jurídica y políticamente de forma distinta a la relación homosexual y a la heterosexual no es injusto, sino necesario, si se quiere respetar la naturaleza de las cosas.

Y si a la conducta homosexual, por la promiscuidad que suele llevar consigo, se asocia de hecho el riesgo de transmisión de una enfermedad mortal, es obligación del Estado comunicar esta información a los ciudadanos. Si un Gobierno actúa sobre los escolares presentándoles las relaciones homosexuales como de igual valor que las heterosexuales, está engañando e induciendo a la corrupción a los más jóvenes; y si, además, no les advierte del riesgo añadido que suponen las primeras, mientras el virus del SIDA esté incontrolado, ese engaño puede adquirir connotaciones delictivas, por lo que tiene de colaboración con la difusión de un peligro grave para la salud pública.

62. Respecto al consumo de drogas, ¿no debería el Estado abstenerse de todo juicio mientras no se mezcle con la práctica de algún delito, incluido su tráfico?

No. El Estado no puede ser indiferente ante el consumo de drogas, que:

a) desde el punto de vista individual, ataca la salud, destruye a las personas y anula su libertad;

b) divide, enfrenta y arruina a las familias;

c) socialmente, genera delincuencia y produce graves quebrantos sobre todo a las economías más débiles.

Toda actuación del Estado que se separe del rechazo frontal del consumo de drogas sería una inconsecuencia: no es congruente tolerar el consumo y perseguir a los que lo promueven y lo facilitan.

Si además el consumo de drogas se vincula con la transmisión del SIDA -caso del consumo endovenoso- existe una razón más para que el Estado se implique activamente en la erradicación de estos consumos, sin emprender nunca acciones que, al buscar una reducción del daño transmitan una aprobación de la autoridad al consumo de drogas (cfr.: Consejo Pontificio para la familia, De la desesperación a al esperanza: familia y toxicodependencia, 8.V.1992; Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes Sanitarios, 1994; Idem, Iglesia, droga y toxicomanía. Manual de pastoral, 2001).

63. ¿Sería legítimo que el Estado optase por el reparto gratuito de jeringuillas para evitar el contagio de SIDA derivado del multiuso?

Repartir gratuitamente jeringuillas para evitar el contagio de SIDA por el multiuso de éstas por adictos a determinadas drogas debe ser visto, en principio, como una forma de colaboración del Estado con algo gravemente dañino para la salud y la vida como es el consumo de drogas. Ahora bien, si en una sociedad concreta la autoridad competente cree que no puede controlar el consumo y sí evitar la difusión del SIDA por este medio, podría legítimamente en ciertos casos particulares (porque no hay en la actualidad otro medio de tutela pública de la vida humana), y respecto a determinados colectivos muy concretos, tolerar esta medida en el contexto global de la lucha contra la droga. Manteniendo siempre la confidencialidad de estos programas y acompañándolos de esfuerzos serios por deshabituar y rehabilitar a los drogadictos.

Este argumento, sin embargo, no es aplicable al reparto gratuito de droga a los adictos, como algunos pretenden, pues en este caso se estaría cooperando próxima y directamente con algo malo en sí mismo.

64. ¿Puede el Estado intervenir en la educación sexual de los adolescentes para prevenir la transmisión del SIDA?

Es claro que la educación sexual, la formación de los adolescentes en la dimensión sexual como parte de la formación integral de la personalidad de los niños y los jóvenes, es responsabilidad básicamente de sus padres, ya que son -con un derecho-deber fundamental- los primeros y principales educadores, de modo que la familia es escuela del más rico humanismo. La familia, en efecto, cuenta con reservas humanas afectivas capaces de hacer aceptar, sin traumas, aun las realidades más delicadas, e integrarlas armónicamente en una personalidad equilibrada. De hecho, el ambiente familiar ha ido ganando protagonismo con el tiempo, tanto en una adecuada presentación de la sexualidad como de la vocación humana al amor.

Los padres, sin embargo, no están solos en esa tarea educativa, que comienza con el ejemplo de su propia vida conyugal. Junto a ellos está la escuela, que tiene como cometido propio el de asistir y completar la obra de los padres, transmitiendo a los adolescentes el aprecio de la sexualidad como valor y función de toda la persona, varón y mujer. En la escuela, la educación sexual no puede reducirse a simple materia de enseñanza sólo susceptible de ser desarrollada con arreglo a un programa, sino que tiene el objeto específico de contribuir a la maduración afectiva y humana del alumno: favorecer que, por el ejercicio de las virtudes, llegue a ser dueño de sí mismo y formarlo para un correcto comportamiento en las relaciones sociales.

El papel del Estado en toda esta materia es proteger a los ciudadanos contra las injusticias y desórdenes morales, tales como el abuso de los menores y toda forma de violencia sexual, la degradación de las costumbres, la promiscuidad y la pornografía. También es obligación del Estado y de los demás agentes sociales evitar formas de diversión degradantes, como la "movida" nocturna juvenil, (a menudo a base de excitación mediante alcohol, drogas, violencia, etc.), y promover, en cambio, formas de ocio sanas y enriquecedoras.

65. ¿Qué juicio merecen las actitudes de los Gobiernos españoles al respecto?

Sobre este asunto tan delicado remitimos al juicio de la Asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española en la reciente Instrucción pastoral, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27.IV.2001), nn. 160-161: "Hemos de incluir una palabra sobre los servicios sociales que están dirigidos directamente a la juventud o a la orientación familiar. Hemos de lamentar en muchos casos la falta de un plan verdadero de formación de personas y, en cambio, advertimos un interés ideológico en una información técnica sesgada en el campo sexual que no contribuye a la solución de los problemas sino a agravarlos.

Falta una atención integral de los problemas personales y la "cuestión moral" en muchos casos se resuelve con la información sobre la aplicación de "medios seguros" para evitar la concepción.

Un ejemplo claro es el tipo de campañas que se usan para evitar los embarazos en adolescentes sin ningún plan de educación afectiva de los mismos; otro ejemplo es la información parcial que se ha dado sobre el Sida, fundada erróneamente en una falsa seguridad absoluta del "preservativo" como medio de evitar el contagio.

No podemos dejar de mencionar aquí la difusión, comercialización, prescripción y uso de la "la píldora del día siguiente" que, ante una desinformación que lo quiere ocultar, reiteradamente hemos calificado de práctica moralmente reprobable por ser un producto abortivo.

Sólo una auténtica educación integral que trate a fondo el problema moral puede ser una respuesta adecuada a los problemas de los jóvenes de hoy. En vez de "informar" al adolescente y al joven dejándole solo ante los problemas que le superan, hay que saber acompañarlo y animarlo en esos momentos claves de su vida".

66. ¿Puede el Estado imponer especiales obligaciones a los afectados por el SIDA?

Sí, en la medida en que son transmisores potenciales de la enfermedad. Lo que no puede legítimamente es discriminar a los afectados por el hecho de serlo.

El Estado no sólo puede, sino que debe evitar que la conducta irresponsable de alguien implique un riesgo para la salud de los demás, con peligro mortal. Pero las medidas que adopte el Estado no pueden ser cualesquiera, sino que han de ser proporcionales al fin legítimo perseguido, que es defender la salud de los terceros. Eso es así, porque las obligaciones que se impongan a los afectados coartarán necesariamente su libertad, y, en esta materia, siempre es exigible una proporcionalidad rigurosa entre la supresión o limitación de los derechos individuales y el interés general perseguido.

Este criterio no es ninguna novedad en la historia de la Humanidad: es el que se ha aplicado y se sigue aplicando con más o menos acierto y justicia ante otras enfermedades contagiosas y mortales como la tuberculosis, la peste, etc.

67. ¿Prevé el Derecho español algo al respecto?

Los Tribunales han tenido ocasión de pronunciarse sobre los aspectos penales y de responsabilidad civil en el contagio, y sobre las prestaciones de la Seguridad Social que conllevan la existencia del SIDA y su transmisión por negligencia o imprudencia administrativa en el seno de las instituciones de la Sanidad pública.

En nuestro Derecho positivo se regulan las pruebas obligatorias de detección del VIH en las donaciones de sangre, la concesión de ayudas a los afectados, el riesgo de transmisión por donación de semen, ciertas ayudas a centros de información y prevención, y las campañas ya comentadas.

Es de esperar que en España el Gobierno y el legislador se enfrenten profunda y realmente a la enfermedad desde el punto de vista preventivo actuando sobre las conductas de riesgo. Es cada vez más urgente abordar estas cuestiones de fondo. No podemos olvidar que España es el país europeo que más casos de SIDA ha registrado en números absolutos. El 25% del total de casos registrados en los 51 países de la región europea de la OMS son españoles.

68. ¿Qué responsabilidad se le debe exigir a una persona que pueda estar infectada por VIH?

Toda persona que haya incurrido en conductas de riesgo debería solicitar la prueba diagnóstica del VIH, tanto por su propio interés como por la posibilidad de contagiar a otros. La persona afectada por VIH tiene el gravísimo deber, expresado por el quinto mandamiento del decálogo ("no matarás"), que le obliga en conciencia a poner todos los medios a su alcance para no transmitirlo a nadie. Esto mismo vale también respecto a su necesario diagnóstico, cuando existe razonable sospecha de haberlo contraído; tanto para no transmitirlo como para proceder a los remedios médicos oportunos.

Con mayor motivo, toda persona infectada debe poner en conocimiento de aquellas personas a las que pueda contagiar su diagnóstico. El Estado debería aplicar aquellas medidas administrativas, e incluso penales, en el caso de que no se asuma dicha responsabilidad.

Las autoridades públicas podrían establecer, además, pruebas obligatorias respecto a personas con comportamiento de riesgo de contagio y transmisión. Sin embargo, el establecimiento de pruebas obligatorias no puede convertirse en una obligación universal que suponga un mensaje de rechazo absoluto a los afectados por SIDA, pues así se provocaría un espíritu de discriminación atentatorio contra los derechos y la dignidad de los seropositivos.

Una vez más ha de recordarse que, frente al SIDA, la actuación del Estado ha de inspirarse en una ponderada proporcionalidad entre los riesgos de contagio de una enfermedad muy grave, y el respeto a los derechos de la persona enferma, la cual, en tanto no cree con su conducta un riesgo para la salud de los demás, tiene los mismos derechos que la persona sana. Pero tiene más obligaciones que quienes no están afectados: en particular, la de no crear riesgo. Es el incumplimiento real o razonablemente previsible de esta obligación lo que legitima la intervención de los poderes públicos.

69. ¿Y no es esto una puerta para que se manifiesten brotes de discriminación, desde el mismo poder político?

Es evidente que los poderes aquí reconocidos al Estado pueden ser usados abusivamente en pro de planteamientos injustamente discriminatorios con los enfermos de SIDA, pero la posibilidad de estos abusos no descalifica éticamente la imposición de las medidas referidas u otras similares. De modo semejante, un juez aislado, por ejemplo, puede obrar mal al dictar una sentencia condenatoria por motivos racistas o injusta por cualquier otra causa, pero ni por eso debe privarse a todos los jueces de la potestad de dictar sentencias.

70. El riesgo de expansión del SIDA ¿puede justificar la privación de derechos fundamentales a los grupos de riesgo o a los infectados por la enfermedad?

No. Este riesgo no puede justificar medidas tendentes a privar de derechos fundamentales a los enfermos de SIDA, porque si así ocurriese, se cometería la gravísima injusticia de establecer una presunción de culpabilidad basada en criterios biológicos, lo que sería equiparable a una forma eugenésica de nazismo. Los enfermos o portadores del virus del SIDA tienen los mismos derechos que los sanos, los tuberculosos o los afectados por la lepra, pero tienen una obligación específica: observar una conducta que evite el riesgo de contagio para los demás. Sólo si no respetan esta obligación, el Estado puede y debe reaccionar con medidas sancionadoras, coercitivas y limitadoras de derechos.

71. ¿Ha planteado el SIDA ante la conciencia contemporánea la necesidad de revisar algunas ideas sobre el Estado y la dimensión ética de su actuación?

Sí. El SIDA ha planteado la necesidad de revisar mitos como el de la pretendida neutralidad ética del Estado entendida como exigencia de promoción pública del relativismo ético, e introduce de nuevo en el debate contemporáneo el dato de que, aunque el hombre puede de hecho hacer lo que quiera dentro de sus posibilidades físicas, sin embargo no debe hacer cualquier cosa, pues algunas acciones contradicen su propia dignidad humana, son de por sí inmorales, y a veces, además, le traen consecuencias indeseables incluso para la salud y la misma vida.

Como el Estado no puede ignorar su compromiso activo en la defensa de la salud y la vida de los ciudadanos, se ve abocado a actuar para evitar los riesgos de transmisión del SIDA, aunque esto le obligue a tomar postura sobre las elecciones individuales. Y aquí se produce la quiebra: los prejuicios ideológicos del relativismo ético paralizan a algunos Gobiernos en su acción contra el riesgo de contagio del SIDA; y así, abdican su obligación de afrontar las conductas de riesgo como tales, limitándose a intentar poner presuntos remedios que, por ser parciales, a la postre, logran los efectos contrarios de los que se buscaban.

Por el contrario, otros Gobiernos y organizaciones políticas han aprendido la lección y comprenden que los afectados de SIDA no pueden ser acreedores a unos derechos especiales que les liberen de las obligaciones propias de los demás ciudadanos sólo porque sean víctimas de las consecuencias del relativismo ético, sacralizado por algunos, como si fuera un logro intocable de la modernidad. Esta es la esencia del debate cultural contemporáneo sobre el SIDA, al margen de sus aspectos médicos, científicos y asistenciales.

72. Esta exigencia ética del Estado respecto del SIDA, ¿no puede provocar una especie de totalitarismo religioso-político, contrario a la libertad?

No. La afirmación de que existen unas conductas mejores que otras, de que determinadas prácticas o actos humanos son más beneficiosas para el conjunto de la sociedad que otros, no es una afirmación religiosa, sino de sentido común. Aceptar que existen el bien y el mal en el orden moral, que el hombre puede conocer la verdad de las cosas -también la verdad de su propia naturaleza moral-, se opone al "dogma" del relativismo ético, pero no a la democracia y a un régimen de libertades.

Por el contrario, convertir el sistema democrático en fuente vinculante de definición de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso, sí que es una vía al totalitarismo (aunque sea un totalitarismo avalado en un momento determinado por la mayoría, quizá manipulada previamente), porque implica que los poderes electos no tienen ningún límite, ni siquiera la naturaleza humana, la dignidad del hombre o sus derechos fundamentales. Así se ha afirmado repetidamente en los documentos del Magisterio, como se ve en las cartas encíclicas de Juan Pablo II Centessimus annus (n. 46), Veritatis splendor (n. 99) y Evangelium vitae (n. 20).

Afirmar la objetividad del bien y la verdad y su cognoscibilidad por el hombre no es un presupuesto del totalitarismo, sino el supuesto que permite introducir, en cualquier régimen político, dosis de humanismo y de compromiso con las libertades.

El error de quienes temen a la verdad objetiva nace de falsificar la noción misma de la democracia, que es un método de elección, control y recambio pacífico de los gobernantes (un método que se ha demostrado bastante eficaz históricamente), pero que no se puede identificar con el mecanismo de definición de los valores éticos de la Humanidad. La identificación del relativismo ético y el escepticismo intelectual con la democracia es, precisamente, el mayor enemigo de ésta y de las libertades públicas que se desarrollan en su seno.

73. ¿No atenta esta postura contra el respeto exigible a la libertad de la conciencia individual?

Al contrario. Contra la libertad de la conciencia individual atentaría una postura que pretendiese legitimar el uso de la coacción y la violencia para imponer -violando los derechos humanos- una determinada fe o moral a quienes no las compartan. Este es el gravísimo error de todos los fundamentalismos, que desconocen que la adhesión del hombre al bien y la verdad o nace de la libertad personal o no tiene valor alguno.

Lo anterior no obsta a la legitimidad -la necesidad en justicia- de que las leyes encarnen y exijan determinados valores éticos articulados alrededor del mínimo exigible que es el respeto a la vida y a los derechos básicos de todo miembro del género humano.

Limitar mediante las normas jurídicas -y con el apoyo del poder punitivo del Estado- la libertad de quienes atentan contra los derechos humanos de cualquier individuo no es un ataque a la libertad, sino el único medio de defenderla.

El respeto a la libertad de las conciencias excluye la imposición violenta -por el Estado o por cualquiera- de una fe o una ideología; y, al mismo tiempo, ese respeto a la libertad exige que el Estado y las Leyes se comprometan activamente en la defensa de los derechos de todo ser humano contra los ataques ajenos. Por esto, y respecto al SIDA, hemos afirmado reiteradamente que ni puede ser disculpa para privar de derechos a los afectados, ni para poner el Estado al servicio de la ideología del relativismo ético, ni para eximir de sanción a quien crea el riesgo de la transmisión de una enfermedad mortal.