Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal (Hch 10,38). De este modo resume la Iglesia la misión de Jesucristo en este mundo y reconoce la impresión profunda que dejó su paso en aquellos que convivieron con Él. Así la Iglesia aprende su propia misión que está enmarcada en la respuesta al problema del mal, porque (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 309): No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

El problema del mal sigue siendo en la actualidad un escándalo para muchos hombres. Nuestro tiempo ha experimentado de un modo muy agudo el alcance del dolor en la historia. La rapidez y capacidad de los medios de comunicación y la importancia que han adquirido las relaciones internacionales ponen ante nuestros ojos multitud de desastres y de sufrimientos, nos muestran patentemente la imagen de un mundo envuelto en el dolor y el sufrimiento.

Un modo equivocado de reaccionar sería acostumbrarse, y considerar que es un problema "de los demás". La extensión del pretendido "Estado de bienestar", que reduce el bien común a alcanzar un determinado nivel de vida, a veces adormece la conciencia de los ciudadanos respecto a este problema; pero el crecimiento de las organizaciones humanitarias y el voluntariado social son indicadores precisos de que el dolor es un problema latente en nuestra sociedad y que reclama la respuesta de los corazones generosos.

Dentro del marco del sufrimiento y la experiencia del mal, ha aparecido en nuestros días un nuevo fenómeno: el SIDA, una enfermedad grave, de difícil tratamiento en nuestros días y altamente contagiosa fundamentalmente a partir de determinadas "conductas de riesgo". Se trata de la epidemia más devastadora que ha sufrido jamás la humanidad (véase el informe de la ONU: UNAIDS, en: www.unaids.org ). Su rápida extensión obliga a la sociedad, al Estado y a los organismos médicos a la puesta en marcha de planteamientos globales e intervenciones eficaces para poder combatir la epidemia. La Iglesia no puede estar al margen de la lucha contra esta enfermedad y es consciente de que lo específico de su respuesta lo encuentra a partir de lo que ha aprendido de Cristo. Es Él con sus palabras y sus obras el que guía el camino de la Iglesia que pasa por el hombre.

La actividad curativa es parte fundamental de la manifestación mesiánica de Cristo: Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia (Mt 9,35). Las curaciones son un signo manifiesto de la actuación del Padre en medio del mundo. Es Él el que se acerca al hombre que yace en el camino (cfr. Lc 10,29-37), a aquél que no tenía a nadie que lo ayudase (cfr. Jn 5,7), para cumplir en ellos la salvación que procede del Padre. Lo hace en un ambiente social en el que se hallan vinculadas la enfermedad y el pecado. Por ello, al sufrimiento de la enfermedad se le añadía un desprecio al enfermo al que se le consideraba pecador y se valoraban sus dolores como un justo castigo a su pecado. El natural rechazo del mal se dirigía así de modo injusto a generar un rechazo al enfermo que lo padecía.

Frente a esta postura, las curaciones de Jesús son un signo, no sólo por los hechos curativos en sí mismos, sino por el modo de hacerlos y los destinatarios de los mismos. Sus curaciones en sábado que asombran a los fariseos, indican no una revolución contra la Ley, sino su pretensión de redimensionarla en torno a la verdad del hombre. La referencia ética pasa a centrarse en testificar en el amor al prójimo el amor a Dios: Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Ga 5,14).

Uno de los hechos más significativos de esta actividad es la curación de leprosos, una enfermedad dolorosa, contagiosa y mortal en su época a la que al rechazo que existía ante el enfermo se añadían los castigos de la impureza ritual y la exclusión social (cfr. Lv 14). Los leprosos constituían un grupo social totalmente apartado del trato con los demás y despreciado por considerarlo un castigo divino sobre ellos. Jesucristo, por el contrario, no rechaza a los leprosos sino que busca su curación. Va a considerar superada toda discriminación por motivo de enfermedad y manifiesta así el amor de Dios hacia los enfermos. Por eso la curación de los leprosos está explícitamente mandada en la misión pastoral de los discípulos (Mt 10,8).

Es la misma actitud que Jesús muestra ante los pecadores y que desconcierta a sus contemporáneos. Es una revelación de su misión salvífica que se funda en el amor al hombre: No necesitan médico los que sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2,17).

Por ello, la visión de Jesús llega más allá de la simple curación de la enfermedad, para indicar una liberación del hombre que alcanza el fondo del problema. No acaba con la curación física sino que busca el reconocimiento agradecido de la gracia concedida. Es la queja de Jesús cuando sólo uno de los leprosos curados volvió para darle gracias; sólo él oyó las palabras de salvación: tu fe te ha salvado (Lc 17,19). El problema más profundo no es el del mal físico de la enfermedad, sino el pecado del hombre que lo arrastra tantas veces a muchos excesos y a maltratar la dignidad humana, propia y ajena. La esperanza que Jesús ofrece ante el dolor del hombre incluye el establecimiento de una nueva comunidad en la que tienen lugar las primicias del Reino de los Cielos, en la que es esencial la acogida de todos los hombres (cfr. Col 3,11). Así se libera al hombre de una enfermedad más escondida y más profunda, la soledad, la desesperación y la tristeza que llevan en sí una semilla de muerte (cfr. 1 Co 7,10). Toda curación se enmarca así en el anuncio de la liberación del pecado y de la muerte que Jesús realiza en el Misterio Pascual, de su muerte y resurrección.

Así lo han entendido los cristianos, por la propia liberación que experimentan en su encuentro con Cristo. Por eso, su misión ante el enfermo no es otra sino la de acercarlo a Jesús en un encuentro rodeado de fe y esperanza. Así lo vemos ejemplificado en otra curación, la del paralítico (Mc 2,1-12). Como aquellos hombres que llevaban al paralítico, llenos de fe, los cristianos en esta labor han de superar diversas dificultades: la de la gente que impide el encuentro con Cristo, los obstáculos que sobrevienen y el peligro de la situación. Jesús ensalza la fe de los que le presentan el enfermo y es la fe la que inicia todo el hecho salvador.

Jesús conoce el corazón del hombre (Jn 2,25), la fe de cada uno y los juicios del corazón (Mc 2,8). Frente a la hipocresía de los que sólo juzgan por sus criterios mezquinos, que no les interesa la curación del hombre, sino la justificación de su ideología, Jesús comienza proclamando la salvación de los pecados por la fe: "hijo, tus pecados te son perdonados" (v. 5). Éste es el problema radical que mira la salvación del hombre en su integridad y que escandaliza a aquellos que consideran imposible la inocencia. En consecuencia, la Iglesia no tiene miedo ante la incomprensión en su misión de proclamar el Evangelio de la salvación y la vida a todos, porque cree en la acción de Dios en nuestro mundo.

Así ha comprendido la Iglesia su propia misión. Ha de llevar a cabo su anuncio por medio de hechos salvadores que alcancen una relevancia social. Entiende que la solución al problema del sufrimiento humano no está únicamente en el empleo de medios técnicos y sociales, que alivian el dolor o que incluso curan la enfermedad. Es el corazón del hombre el que está enfermo y es de su enfermedad interior de donde brotan tantos males y dolores: "las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas esas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre" (Mc 7,21-23). Sólo desde esta consideración moral se hace justicia al corazón y a la verdad del hombre. No se pueden solucionar los problemas humanos sólo a base de esperanzas científicas que se vuelven ineficaces para resolver los problemas de fondo, es necesario abordar con seriedad ese mismo fondo en donde se revela la verdad del hombre.

Así ve la Iglesia, también, el problema actual del SIDA, una enfermedad en la que se expresa no sólo la inseguridad ante un peligro grave que afecta a muchos hombres y mujeres, sino un auténtico problema moral de una sociedad que está enferma y que, a veces, hipócritamente quiere dar sólo soluciones técnicas a un problema cuyo origen y desarrollo tiene un componente moral ineludible. Una enfermedad ante la que a veces se evita llegar a la raíz moral del problema como si fuera un hecho irrelevante. Una enfermedad que causa en la sociedad discriminaciones injustas hacia los afectados, tantas veces los más inocentes como son los niños.

La Iglesia se sabe –humildemente- experta en humanidad, conocedora del corazón del hombre. Por eso la Iglesia confía en la respuesta que su mensaje va a encontrar entre los hombres a pesar de todos los condicionamientos contrarios, de una sociedad que pretende ser neutra en los temas de una "ética privada" que se deja a la conciencia de cada individuo y se encuentra, a veces, incapaz de ofrecer una orientación eficaz ante un problema grave.

La tarea es de toda la comunidad cristiana, pues el problema afecta a la sociedad en todos sus niveles. Debe ser una respuesta generosa ante un reto de tal calado. Esta clarificación se quiere ofrecer en este documento, hecho, como en otros casos semejantes, mediante la formulación y la respuesta a 100 cuestiones-clave, esta vez las que se despiertan a partir del SIDA. En ellas se consideran los elementos fundamentales que quedan afectados por esta enfermedad: la sociedad, el Estado, los profesionales sanitarios y la valoración moral de todo el problema.

Pedimos a María, salud de los enfermos, que guíe estos intentos a buen término y se llegue a una prevención eficaz de la epidemia del SIDA, a un tratamiento verdaderamente humano de los afectados y al anuncio de la salvación y de la paz a todos los hombres.