Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos. Hemos afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra actitud tal vez pueda ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los agresivos ni los prevaricadores, los que heredarán la tierra (cf. Mt 5,5).
Uno de los frutos que estamos llamados a dar es el de proteger el mundo. «Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos»;[5] pero hoy es el tiempo de tener sobre nuestras rodillas -con la ayuda concreta o al menos con la oración-, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que aún no hemos conocido y que quizá huyen de la guerra o sufren por su causa. Llevemos en nuestro corazón -como hacía san José, padre tierno y solícito- a los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur.
Muchos de nosotros hemos madurado una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a aquellos que se engañan pensando encontrar realización personal y éxito en el enfrentamiento. Todos, también los más débiles, pueden hacerlo. Incluso dejar que nos cuiden -a menudo personas que provienen de otros países- es un modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino necesario.
Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración. «Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios».[6] Nuestra invocación confiada puede hacer mucho, puede acompañar el grito de dolor del que sufre y puede contribuir a cambiar los corazones. Podemos ser «el "coro" permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida».[7]