Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos. La Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se compromete a comprender las causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar sus efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de origen, tránsito y destino de los movimientos migratorios.
Al mismo tiempo que animamos el progreso hacia un mundo mejor, no podemos dejar de denunciar por desgracia el escándalo de la pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación, marginación, planteamientos restrictivos de las libertades fundamentales, tanto de los individuos como de los colectivos, son algunos de los principales elementos de pobreza que se deben superar. Precisamente estos aspectos caracterizan muchas veces los movimientos migratorios, unen migración y pobreza.
Para huir de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores posibilidades o salvar su vida, millones de personas comienzan un viaje migratorio y, mientras esperan cumplir sus expectativas, encuentran frecuentemente desconfianza, cerrazón y exclusión, y son golpeados por otras desventuras, con frecuencia muy graves y que hieren su dignidad humana.
La realidad de las migraciones, con las dimensiones que alcanza en nuestra época de globalización, pide ser afrontada y gestionada de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar una cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y compasión. Es importante la colaboración a varios niveles, con la adopción, por parte de todos, de los instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona humana.