Cuenta la tradición que una noche, estando en oración, Rita oyó que la llamaban tres veces por su nombre. Se incorporó y abrió la puerta de su habitación: frente a sí estaban San Agustín, San Nicolás de Tolentino y San Juan Bautista -de quien era muy devota-, componiendo una extraordinaria visión. Entonces, los tres santos la invitaron a que los siguiera fuera. Después de recorrer algunas calles, sintió que se elevaba en el aire y que de pronto una fuerza la conducía suavemente hacia Cascia (Casia), en dirección al monasterio de Santa María Magdalena.
Cuando volvió del éxtasis, se encontraba dentro del monasterio. Tras lo sucedido, las monjas agustinas se sintieron compelidas a recibirla.
Rita hizo su profesión religiosa ese mismo año (1417). Duras pruebas sufriría en el convento, pero el Señor no la abandonó. Por el contrario, la invitó a unirse a Él en el camino más difícil: el de su Cruz. Cristo le condeció sus estigmas y las marcas de la corona de espinas en la cabeza. Son ampliamente conocidos los testimonios sobre la herida que Rita llevaba en la frente, herida que la acompañó por años y que despedía un olor repugnante.
El dulce aroma de la santidad