En una de las tierras afectadas por los terremotos, hablando de pobreza y de vida comunitaria, había un monasterio benedictino, al norte, y otro monasterio invitó a las religiosas a mudarse donde ellos para vivir en un monasterio. Se quedaron allí poco tiempo, pero no eran felices. Pensaban en el lugar que habían dejado, en la gente de allí, y al final decidieron regresar y hacer un monasterio en dos caravanas. En vez de estar en ese gran monasterio, estaban como las pulgas, allí, todas juntas, pero felices en la pobreza. Esto sucedió en este último año. ¡Cosa bella!
Mis ojos han visto a tu Salvador. Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y no para ser servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice, en efecto: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir.
No espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús en el templo. En la vida consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo? En primer lugar, en la propia comunidad. Hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas que hemos recibido. Es allí donde se comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus propias pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre.
Hoy, muchos ven en los demás sólo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela. La mirada de la compasión.