Después tenemos el otro fuego, el de las brasas. También esto quiere transmitirnos el Señor para que, como Él, con mansedumbre, con fidelidad, con cercanía y ternura, podamos hacer que muchos disfruten de la presencia de Jesús vivo en medio de nosotros.
Una presencia tan evidente, incluso en el misterio, que ni siquiera es necesario preguntar: "¿Quién eres?", porque el mismo corazón nos dice que es Él, el Señor. Este fuego arde, de modo particular, en la oración de adoración, cuando estamos en silencio cerca de la Eucaristía y saboreamos la presencia humilde, discreta, escondida del Señor, como un fuego en ascuas, de manera que esta misma presencia se convierte en alimento para nuestra vida diaria.
El fuego en las brasas nos hace pensar, por ejemplo, en san Charles de Foucald, quien, al haberse encontrado por mucho tiempo en un ambiente no cristiano, en la soledad del desierto, centró toda su atención en la presencia, tanto la presencia de Jesús vivo en la Palabra y en la Eucaristía, como la propia presencia del santo, que era fraterna, amigable y caritativa.
Pero también hace pensar en aquellos hermanos y hermanas que viven su consagración secular, en el mundo, avivando el fuego bajo y duradero en los lugares de trabajo, en las relaciones interpersonales, en las pequeñas reuniones de fraternidad; o, como sacerdotes, en un ministerio perseverante y generoso, sin clamores, en medio de la gente de la parroquia. Me dijo un párroco de tres parroquias, aquí en Italia, que tenía mucho trabajo. "Pero, ¿podéis visitar a toda la gente?", dije. "¡Sí, conozco a todos!" - "¿Pero sabes el nombre de todos?" - "Sí, incluso el nombre de los perros de las familias". Este es el fuego suave que lleva el apostolado a la luz de Jesús.