Esto estaba ya de alguna manera presente en el sentir eclesial a partir de las palabras premonitorias de san Agustín y de san León Magno. El primero dice que María es madre de los miembros de Cristo, porque ha cooperado con su caridad a la regeneración de los fieles en la Iglesia; el otro, al decir que el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo, indica que María es, al mismo tiempo, madre de Cristo, Hijo de Dios, y madre de los miembros de su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Estas consideraciones derivan de la maternidad divina de María y de su íntima unión a la obra del Redentor, culminada en la hora de la cruz.
En efecto, la Madre, que estaba junto a la cruz (cf. Jn 19, 25), aceptó el testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres, personificados en el discípulo amado, como hijos para regenerar a la vida divina, convirtiéndose en amorosa nodriza de la Iglesia que Cristo ha engendrado en la cruz, entregando el Espíritu. A su vez, en el discípulo amado, Cristo elige a todos los discípulos como herederos de su amor hacia la Madre, confiándosela para que la recibieran con afecto filial.
María, solícita guía de la Iglesia naciente, inició la propia misión materna ya en el cenáculo, orando con los Apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Con este sentimiento, la piedad cristiana ha honrado a María, en el curso de los siglos, con los títulos, de alguna manera equivalentes, de Madre de los discípulos, de los fieles, de los creyentes, de todos los que renacen en Cristo y también «Madre de la Iglesia», como aparece en textos de algunos autores espirituales e incluso en el magisterio de Benedicto XIV y León XIII.
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