Catequesis del Papa Francisco sobre “La historia de la criatura como misterio de la gestación”

Catequesis del Papa Francisco sobre “La historia de la criatura como misterio de la gestación”
El Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles. Crédito: Pablo Esparza/ACI Group

El Papa Francisco concluyó sus catequesis sobre la vejez en la Audiencia General de este miércoles 24 de agosto, donde habló acerca de "Los dolores de la creación: la historia de la criatura como misterio de la gestación".

A continuación, las palabras del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!  

Acabamos de celebrar la Asunción al cielo de la Madre de Jesús. Este misterio ilumina el  cumplimiento de la gracia que ha plasmado el destino de María y que también ilumina nuestro destino, que es el cielo.

 Con esta imagen de la Virgen asunta al cielo quisiera concluir el ciclo de las catequesis sobre la vejez. En  occidente la contemplamos elevada hacia arriba envuelta por una luz gloriosa; en oriente se representa  tumbada, durmiente, rodeada por los Apóstoles en oración, mientras el Señor Resucitado la lleva entre las  manos como si fuera una niña. 

La teología ha reflexionado siempre sobre la relación de esta singular "asunción" con la muerte,  que el dogma no define. Creo que sería aún más importante explicitar la relación de este misterio con la resurrección del Hijo, que abre el camino de la generación a la vida a todos nosotros. 

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En el acto divino de  la reunificación de María con Cristo resucitado no trasciende simplemente la normal corrupción corporal  de la muerte humana, sino se anticipa la asunción corporal de la vida de Dios. En efecto, se anticipa el  destino de la resurrección que nos concierne: porque, según la fe cristiana, el Resucitado es el  primogénito de muchos hermanos y hermanas.  El Señor resucitado ha sido el primero, luego iremos nosotros. Este es nuestro destino, resucitar.

Podríamos decir – siguiendo la palabra de Jesús a Nicodemo – que es como volver a nacer (cf. Jn 3, 3-8). Si el primero ha sido un nacimiento sobre la tierra, el segundo es el nacimiento en el cielo. No por  casualidad el Apóstol Pablo, en el texto que se ha leído al principio, habla de los dolores de parto (cf. Rm 8,22). Como, recién salidos del seno de nuestra madre, somos siempre nosotros, el mismo ser humano  que estaba en el vientre, así, después de la muerte, nacemos en el cielo, en el espacio de Dios, y somos siempre nosotros los que hemos caminado sobre esta tierra. Análogamente a lo que le sucedió a Jesús: el  Resucitado es siempre Jesús: no pierde su humanidad, su vivencia, ni siquiera su corporeidad, porque sin  ella ya no sería Él, no sería Jesús. Con su humanidad y sus vivencias.

Nos lo dice la experiencia de los discípulos, a quienes Él aparece durante cuarenta días tras su  resurrección. El Señor muestra las heridas que sellaron su sacrificio; pero ya no son las fealdades del  envilecimiento sufrido dolorosamente, ya son la prueba indeleble de su amor fiel hasta el final. ¡Jesús  resucitado con su cuerpo vive en la intimidad trinitaria de Dios!

Y en ella no pierde la memoria, no  abandona su propia historia, no disuelve las relaciones en las que vivió en la tierra. A sus amigos les  prometió: «Cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin  de que donde yo esté, estén también ustedes» (Jn 14,3).  Y Él vendrá, no sólo al final para todos, sino que vendrá cada vez para cada uno de nosotros, vendrá a buscarnos, a buscarnos para llevarnos con Él.

En este sentido, la muerte es un poco el paso al encuentro con Jesús, que me está esperando para llevarme con Él. 

El Resucitado vive en el mundo de Dios, donde hay sitio para todos, donde se forma una nueva  tierra y se va construyendo la ciudad celestial, hogar definitivo del hombre. Nosotros no podemos  imaginar esta transfiguración de nuestra corporeidad mortal, pero estamos seguros de que ella mantendrá  nuestros rostros reconocibles y nos permitirá permanecer seres humanos en el cielo de Dios. Nos  permitirá participar, con sublime emoción, a la exuberancia infinita y feliz del acto creador de Dios, del  que viviremos en primera persona todas las aventuras interminables.

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Jesús, cuando habla del Reino de Dios, lo describe como un banquete de bodas, como una fiesta  con los amigos, como el trabajo que hace perfecta la casa, o las sorpresas que hacen la cosecha más rica de la siembra. Tomar en serio las palabras evangélicas sobre el Reino habilita nuestra sensibilidad a gozar  del amor laborioso y creativo de Dios, y nos pone en sintonía con el destino inaudito de la vida que  sembramos.

En nuestra vejez, queridas y queridos coetáneos, hablo a los ancianos y ancianas, la importancia de tantos "detalles" de los  que se constituye la vida - una caricia, una sonrisa, un gesto, un trabajo apreciado, una sorpresa  inesperada, una alegría acogedora, un vínculo fiel - se hace más grave. 

Lo esencial de la vida, al que en  las cercanías de nuestra despedida nos damos más importancia, nos parece definitivamente claro. He aquí:  esta sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra gestación, que ilumina la vida de los niños, de los jóvenes,  de los mayores, de toda la comunidad. Los ancianos debemos ser esto, luz para los demás.

Toda nuestra vida aparece como una semilla que deberá ser  enterrada para que nazca su flor y su fruto. Nacerá, junto con todo el mundo. No sin dolores, no sin dolor,  pero nacerá (cf. Jn 16,21-23). Y la vida del cuerpo resucitado será cien y mil veces más viva que la que  probamos en esta tierra (cf. Mc 10,28-31).  

El Señor resucitado, no por casualidad, mientras espera a los Apóstoles a la orilla del lago, asa el  pescado (cf. Jn 21,9) y luego se lo ofrece. Este gesto de amor atento nos hace intuir lo que nos espera mientras pasamos a la otra orilla. Sí, queridos hermanos y hermanas, especialmente vosotros, ancianos, lo  mejor de la vida todavía está por ver. Somos ancianos, ¿qué más podemos ver? Lo mejor. Porque lo mejor de la vida todavía está por ver. Esperemos, esperemos esta plenitud de vida que nos espera a todos cuando el Señor nos llame. 

Que la Madre del Señor y Madre nuestra, que nos ha precedido en el  Paraíso, nos devuelva la inquietud de la espera.  Porque no es una espera anestesiada, no es una espera aburrida, no. Es una espera con inquietud, una espera de cuándo vendrá mi Señor, cuándo podré ir…y da un poco de miedo porque este camino no sé qué significa, y pasar aquella puerta da un poco de miedo. Pero está siempre la mano del Señor que te lleva adelante, y pasada la puerta está la fiesta.

Estemos atentos, vosotros queridos ancianos y ancianas coetáneos, estemos atentos, Él no está esperando. Es solo un camino, y después la fiesta. Gracias.

 

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