Carta Apostólica Dilecti Amici del Papa Juan Pablo II con ocasión del Año Internacional de la Juventud

Queridos hermanos:

Votos para el Año de la Juventud

1. "Siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere".

Estos son los votos que formulo para vosotros, jóvenes, desde el comienzo del año en curso. El 1985 ha sido proclamado por la Organización de las Naciones Unidas como Año Internacional de la Juventud , lo cual reviste un significado múltiple ante todo para vosotros mismos, y también para todas las generaciones, para cada persona, para las comunidades y para toda la sociedad. Esto reviste asimismo un particular significado para la Iglesia en cuanto depositaria de verdades y valores fundamentales, y a la vez servidora de los destinos eternos que el hombre y la gran familia humana tienen en Dios mismo.

Si el hombre es el camino fundamental y cotidiano de la Iglesia, entonces se comprende bien por qué la Iglesia atribuye una especial importancia al período de la juventud como etapa clave de la vida de cada hombre. Vosotros, jóvenes, encarnáis esa juventud. Vosotros, sois la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad. Vosotros sois también la juventud de la Iglesia. Todos miramos hacia vosotros, porque todos nosotros en cierto sentido volvemos a ser jóvenes constantemente gracias a vosotros. Por eso, vuestra juventud no es sólo algo vuestro, algo personal o de una generación sino algo que pertenece al conjunto de ese espacio que cada hombre recorre en el itinerario de su vida, y es a la vez un bien especial de todos. Un bien de la humanidad misma.

En vosotros está la esperanza, porque pertenecéis al futuro, y el futuro os pertenece. En efecto, la esperanza está siempre unida al futuro, es la espera de los "bienes futuros". Como virtud cristiana ella está unida a la espera de aquellos bienes eternos que Dios ha prometido al hombre en Jesucristo. Y contemporáneamente esta esperanza, en cuanto virtud cristiana y humana a la vez, es la espera de los bienes que el hombre se construirá utilizando los talentos que le ha dado la Providencia.

En este sentido a vosotros, jóvenes, os pertenece el futuro, como una vez perteneció a las generaciones de los adultos y precisamente también con ellos se ha convertido en actualidad. De esa actualidad, de su forma múltiple y de su perfil son responsables ante todo los adultos. A vosotros os corresponde la responsabilidad de los que un día se convertirá en actualidad junto con vosotros y que ahora es todavía futuro.

Cuando decimos que a vosotros os corresponde el futuro, pensamos en categorías humanas transitorias, en cuanto el hombre está siempre de paso hacia el futuro. Cuando decimos que de vosotros depende el futuro, pensamos en categorías éticas, según las exigencias de la responsabilidad moral que nos impone atribuir al hombre como persona -y a las comunidades sociedades compuestas por personas- el valor fundamental de los actos, de los propósitos, de las iniciativas y de las intenciones humanas..

Esta dimensión es también la dimensión propia de la esperanza cristiana y humana. En esta dimensión, el primer y fundamental voto que la Iglesia, a través de mí, formula para vosotros, jóvenes, en este Año dedicado a la Juventud es que estéis "siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere".

Cristo habla con los Jóvenes

2. Estas palabras, escritas un día por el apóstol Pedro a la primera generación cristiana, están en relación con todo el Evangelio de Jesucristo. Nos daremos cuenta de esta relación de modo más claro cuando reflexionemos sobre el coloquio de Cristo con el joven referido por los evangelistas. Entre muchos otros textos bíblicos es éste el primero que debe ser recordado aquí.

A la pregunta; "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?", Jesús responde con esta pregunta: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios". Y añade: "Ya sabes los mandamientos: No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre". Con estas palabras Jesús recuerda a su interlocutor algunos de los mandamientos del Decálogo.

Pero la conversión no termina ahí. En efecto, el joven afirma: "Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud". Entonces -escribe el evangelista- "Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo; Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme".

En este momento cambia el clima del encuentro. El evangelista escribe del joven que "se anubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda".
Hay otros pasajes del Evangelio en los que Jesús de Nazaret encuentra a jóvenes. Particularmente sugestivas son las dos resurrecciones; la de la hija de Jairo y la del hijo de la viuda de Naín.

Sin embargo, podemos admitir que el coloquio antes citado es sin duda el encuentro más completo y más rico de contenido. Se puede decir también que éste tiene carácter más universal y ultratemporal; es decir, que vale en cierto sentido, constante y continuamente, a lo largo de los siglos y generaciones, Cristo habla así con un joven, con un muchacho o muchacha; conversa en diversos lugares de la tierra en medio a las diversas naciones, razas y culturas. Cada uno de vosotros es un potencial interlocutor en este coloquio.

Al mismo tiempo todos los elementos de la descripción y todas las palabras dichas por ambas partes en tal conversación tienen un significado muy esencial, poseen su peso específico. Se puede decir que estas palabras contienen una verdad particularmente profunda sobre el hombre en general y, en especial, la verdad sobre la juventud humana. Son en verdad importantes para los jóvenes.

Permitidme, por ello, que como línea de fondo relaciones mis reflexiones en esta Carta con ese encuentro y con ese encuentro y con eses texto evangélico. Quizá de esta manera será más fácil para vosotros desarrollar el propio coloquio con Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un joven.

La Juventud: una riqueza singular

3. Comenzaremos por lo que se encuentra al final del texto evangélico. El joven se fue triste "porque tenía mucha hacienda".

Sin duda esta frase se refiere a los bienes materiales, de los que el joven era propietario o heredero. Quizá es ésta la situación propia de algunos, pero no es la típica. Por ello las palabras del evangelista sugieren otra visión del problema: se trata del hecho de que la juventud por sí misma (prescindiendo de cualquier bien material) es una riqueza singular del hombre, de una muchacha o de un muchacho, y en la mayor parte de los casos es vivida por los jóvenes como una específica riqueza. La mayor parte de las veces, pero no siempre, no como regla, porque no faltan hombres que por diversos motivos no experimentan la juventud como riqueza. De ellos habrá que hablar por separado.

Hay sin embargo razones -incluso de tipo objetivo- para pensar en la juventud como en una singular riqueza que el hombre experimenta precisamente en tal período de su vida. Este se distingue ciertamente del período de la infancia (es, en efecto, la salida de los años de la infancia), como se distingue también del período de la plena madurez. Efectivamente, el período de la juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del "yo" humano y de las propiedades y capacidades que éste encierra. A la vista interior de la personalidad en desarrollo de un joven o de una joven se abre gradual y sucesivamente aquella específica -en cierto sentido única e irrepetible- potencialidad de una humanidad concreta, en la que está como inscrito el proyecto completo de la vida futura. La vida se delinea como la realización de tal proyecto, como "autorrealización".

La cuestión merece naturalmente una explicación desde muchos puntos de vista. Pero si queremos expresarlo brevemente, se revela precisamente tal perfil y forma de riqueza que es la juventud. Es la riqueza de descubrir y a la vez de programar, de elegir, de prever y de asumir como algo propio las primeras decisiones, que tendrán importancia para el futuro en la dimensión estrictamente personal de la existencia humean. Al mismo tiempo, tales decisiones tienen no poca importancia social. El joven del Evangelio se encuentra en esta fase existencial, como deducimos de las mismas preguntas que hace en el coloquio con Jesús. Por ello, también las palabras conclusivas referentes a la "mucha hacienda", es decir, a la riqueza, pueden entenderse en est sentido preciso: el de la riqueza que es la juventud misma.

Pero hemos de preguntarnos: esa riqueza que es la juventud ¿debe acaso alejar al hombre de Cristo? El evangelista no dice esto ciertamente; el mismo examen del texto permite concluir más bien en sentido opuesto. En la decisión de alejarse de Cristo han influido en definitiva sólo las riquezas exteriores, lo que el joven poseía ("la hacienda"). No lo que él era. Lo que él era, precisamente en cuanto joven -es decir, la riqueza interior que se esconde en la juventud- le había conducido a Jesús.

Y le había llevado a hacer aquellas preguntas, en las que se trata de manera mas clara del proyecto de toda la vida. ¿Qué he de hacer? "¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?". ¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?

La juventud de cada uno de vosotros, queridos amigos, es una riqueza que se manifiesta precisamente en estas preguntas. El hombre se las pone a lo largo de toda su vida. Sin embargo, durante la juventud ellas se imponen de un modo particularmente intenso incluso insistente. Y es bueno que suceda así. Porque esas preguntas prueban la dinámica del desarrollo de la personalidad humana que es propia de vuestra edad. Estas preguntas os las ponéis a veces de manera impaciente, y a la vez vosotros mismos comprendéis que la respuesta a ellas no puede ser apresurada ni superficial. Ha de tener un peso específico y definitivo. Se trata de una respuesta que se refiere a toda la vida, que abarca el conjunto de la existencia humana.

De manera particular estas preguntas esenciales se las ponen vuestras coetáneos, cuya vida está marcada, ya desde la juventud, por el sufrimiento: por alguna carencia física, por alguna deficiencia, por algún "handicap" o limitación, por la difícil situación familiar o social. Si a pesar de todo ello su conciencia se desarrolla normalmente, la pregunta sobre el sentido y valor de la vida se convierte en algo esencial y a la vez particularmente dramático, porque desde el principio está marcada por el dolor de la existencia. ¡Cuántos de estos jóvenes se encuentran en medio de la gran multitud de jóvenes del mundo entero! ¡Cuántos son en las diversas naciones, sociedades y en cada familia! ¡Cuántos se ven obligados a vivir desde la juventud en un establecimiento u hospital, condenados a una cierta pasividad que puede suscitar en ellos sentimientos de ser inútiles a la humanidad!

¿Se puede decir entonces que también su juventud es una riqueza interior? ¿A quién hemos de preguntar esto? ¿A quién han de poner ellos esta pregunta esencial? Parece que Cristo es en estos casos el único interlocutor competente, aquel que nadie puede sustituir plenamente.