Catequesis del Papa Juan Pablo II: Cántico de Zacarías

1. Al concluir el largo camino a través de los Salmos y de los Cánticos de la Liturgia de Laudes, queremos detenernos en esa oración que todas las mañanas salpica el momento de la alabanza. Se trata del «Benedictus», el cántico entonado por el padre de Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de su hijo cambió su vida, cancelando la duda que le había dejado mudo, castigo por su falta de fe.

Ahora, por el contrario, Zacarías puede ensalzar a Dios que salva con este himno, referido por el evangelista Lucas de un modo que refleja su utilización en la liturgia dentro de la comunidad cristiana de los orígenes (Cf. Lucas 1, 68-79).

El mismo evangelista lo define como un cántico profético, inspirado por el soplo del Espíritu Santo (Cf. 1, 67). Nos encontramos, de hecho, ante una bendición que proclama las acciones salvadoras y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, de hecho, una lectura «profética» de la historia, es decir, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todas las vicisitudes humana, guiadas por la mano escondida pero operante del Señor, que se entrecruza con la mano débil e incierta del hombre.

2. El texto es solemne y, en el original griego, tan sólo se compone de dos frase (Cf. versículos 68-75; 76-79). Tras la introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar en el cuerpo del Cántico casi tres estrofas que exaltan otros tantos temas destinados a marcar el ritmo de la historia de la salvación: la alianza de David (Cf. versículos 68-71), la alianza de Abraham (Cf. versículos 72-75), el Bautista que nos introduce en la nueva alianza de Cristo (Cf. versículos 76-79). Toda la oración tiende hacia la meta que indican David y Abraham con su presencia.

El culmen se sintetiza en una frase conclusiva: «nos visitará el sol que nace de lo alto» (v. 78). La expresión, que en un primer momento parece paradójica al unir «lo alto» con el «nacimiento», es sumamente significativa.

3. De hecho, en el original griego, el «sol que nace» se dice con el término «anatolè», un vocablo que significa tanto la luz que brilla sobre nuestro planeta como el brote que nace. En la tradición bíblica, ambas imágenes tienen un significado mesiánico.

Por un lado, Isaías nos recuerda, hablando del Emanuel, que «el pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos» (9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emanuel, lo representa como «un brote del tronco de Jesé», es decir, de la dinastía de David, un vástago envuelto por el Espíritu de Dios (Cf. Isaías 11, 1-2).

Con Cristo, por tanto, aparece la luz que ilumina a toda criatura (Cf. Juan 1, 9) y florece la vida, como dirá el evangelista Juan al unir precisamente estas dos realidades: «En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (1,4).

4. La humanidad «que vive en tiniebla y en sombra de muerte» es iluminada por este resplandor de revelación (Cf. Lucas 1, 79). Como había anunciado el profeta Malaquías, «para vosotros, los que teméis mi Nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos» (3,20). Este sol guiará «nuestros pasos por el camino de la paz» (Lucas 1, 79).

Nos movemos, entonces, teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día se desvían con frecuencia por caminos oscuros y resbaladizos, son guiados por el resplandor de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia.

Al llegar a este punto, quisiéramos dejar la palabra a un maestro de la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo VII-VIII), quien en su «Homilía por el nacimiento de san Juan Bautista», comentaba de este modo el Cántico de Zacarías: «El Señor... nos ha visitado como un médico visita a los enfermos, pues para sanar la inveterada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha ofrecido el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, pues con el precio de su sangre nos ha liberado a nosotros, que éramos siervos del pecado y esclavos del antiguo enemigo... Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos "en tiniebla y en sombra de muerte", es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia... Nos ha traído la auténtica luz de su conocimiento y, removidas las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar en el camino de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la casa de la paz eterna, que nos ha prometido».

5. Por último, citando otros textos bíblicos, el venerable Beda concluía así, dando gracias por los bienes recibidos: «Dado que estamos en posesión de estos dones de la bondad eterna, queridos hermanos..., bendigamos también nosotros al Señor en todo momento (Cf. Salmo 33, 2), pues "ha visitado y redimido a su pueblo". Que de nuestra boca salga siempre su alabanza, que conservemos su recuerdo y proclamemos la virtud de Aquel "que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz" (1 Pedro 2, 9). Pidamos continuamente su ayuda para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha ofrecido, y nos lleve hasta el día de la perfección» («Homilías sobre el Evangelio», Roma 1990, páginas 464-465).

Audiencia del Miércoles 1 de octubre del 2003