Catequesis del Papa Juan Pablo II: Salmo 18

Himno a Dios creador

1. El sol, con su resplandor progresivo en el cielo, con el esplendor de su luz, con el calor benéfico de sus rayos, ha conquistado a la humanidad desde sus orígenes. De muchas maneras los seres humanos han manifestado su gratitud por esta fuente de vida y de bienestar con un entusiasmo que en ocasiones alcanza la cima de la auténtica poesía. El estupendo salmo 18, cuya primera parte se acaba de proclamar, no sólo es una plegaria, en forma de himno, de singular intensidad; también es un canto poético al sol y a su irradiación sobre la faz de la tierra. En él el salmista se suma a la larga serie de cantores del antiguo Oriente Próximo, que exaltaba al astro del día que brilla en los cielos y que en sus regiones permanece largo tiempo irradiando su calor ardiente. Basta pensar en el célebre himno a Atón, compuesto por el faraón Akenatón en el siglo XIV a. C. y dedicado al disco solar, considerado como una divinidad.

Pero para el hombre de la Biblia hay una diferencia radical con respecto a estos himnos solares: el sol no es un dios, sino una criatura al servicio del único Dios y creador. Basta recordar las palabras del Génesis: "Dijo Dios: haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades, días y años; (...) Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche (...) y vio Dios que estaba bien" (Gn 1, 14. 16. 18).

2. Antes de repasar los versículos del salmo elegidos por la liturgia, echemos una mirada al conjunto. El salmo 18 es como un dístico. En la primera parte (vv. 2-7) -la que se ha convertido ahora en nuestra oración- encontramos un himno al Creador, cuya misteriosa grandeza se manifiesta en el sol y en la luna. En cambio, en la segunda parte del Salmo (vv. 8-15) hallamos un himno sapiencial a la Torah, es decir, a la Ley de Dios.

Ambas partes están unidas por un hilo conductor común: Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra, contenida en la Revelación bíblica. Se trata, en cierto sentido, de un sol doble: el primero es una epifanía cósmica del Creador; el segundo es una manifestación histórica y gratuita de Dios salvador. Por algo la Torah, la Palabra divina, es descrita con rasgos "solares": "los mandatos del Señor son claros, dan luz a los ojos" (v. 9).

3. Pero consideremos ahora la primera parte del Salmo. Comienza con una admirable personificación de los cielos, que el autor sagrado presenta como testigos elocuentes de la obra creadora de Dios (vv. 2-5). En efecto, "proclaman", "pregonan" las maravillas de la obra divina (cf. v. 2). También el día y la noche son representados como mensajeros que transmiten la gran noticia de la creación. Se trata de un testimonio silencioso, pero que se escucha con fuerza, como una voz que recorre todo el cosmos.

Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la mujer pueden descubrir que el mundo no es mudo, sino que habla del Creador. Como dice el antiguo sabio, "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5). También san Pablo recuerda a los Romanos que "desde la creación del mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rm 1, 20).

4. Luego el himno cede el paso al sol. El globo luminoso es descrito por el poeta inspirado como un héroe guerrero que sale del tálamo donde ha pasado la noche, es decir, sale del seno de las tinieblas y comienza su carrera incansable por el cielo (vv. 6-7). Se asemeja a un atleta que avanza incansable mientras todo nuestro planeta se encuentra envuelto por su calor irresistible.

Así pues, el sol, comparado a un esposo, a un héroe, a un campeón que, por orden de Dios, cada día debe realizar un trabajo, una conquista y una carrera en los espacios siderales. Y ahora el salmista señala al sol resplandeciente en el cielo, mientras toda la tierra se halla envuelta por su calor, el aire está inmóvil, ningún rincón del horizonte puede escapar de su luz.

5. La liturgia pascual cristiana recoge la imagen solar del Salmo para describir el éxodo triunfante de Cristo de las tinieblas del sepulcro y su ingreso en la plenitud de la vida nueva de la resurrección. La liturgia bizantina canta en los Maitines del Sábado santo: "Como el sol brilla, después de la noche, radiante en su luminosidad renovada, así también tú, oh Verbo, resplandecerás con un nuevo fulgor cuando, después de la muerte, dejarás tu tálamo". Una oda (la primera) de los Maitines de Pascua vincula la revelación cósmica al acontecimiento pascual de Cristo: "Alégrese el cielo y goce la tierra, porque el universo entero, tanto el visible como el invisible, participa en esta fiesta: ha resucitado Cristo, nuestro gozo perenne". Y en otra oda (la tercera) añade: "Hoy el universo entero -cielo, tierra y abismo- rebosa de luz y la creación entera canta ya la resurrección de Cristo, nuestra fuerza y nuestra alegría". Por último, otra (la cuarta) concluye: "Cristo, nuestra Pascua, se ha alzado desde la tumba como un sol de justicia, irradiando sobre todos nosotros el esplendor de su caridad".

La liturgia romana no es tan explícita como la oriental al comparar a Cristo con el sol. Sin embargo, describe las repercusiones cósmicas de su resurrección, cuando comienza su canto de Laudes en la mañana de Pascua con el famoso himno: "Aurora lucis rutilat, caelum resultat laudibus, mundus exsultans iubilat, gemens infernus ululat": "La aurora resplandece de luz, el cielo exulta con cantos de alabanza, el mundo se llena de gozo, y el infierno gime con alaridos".

6. En cualquier caso, la interpretación cristiana del Salmo no altera su mensaje básico, que es una invitación a descubrir la palabra divina presente en la creación. Ciertamente, como veremos en la segunda parte del Salmo, hay otra Palabra, más elevada, más preciosa que la luz misma: la de la Revelación bíblica.

Con todo, para los que tienen oídos atentos y ojos abiertos, la creación constituye en cierto sentido una primera revelación, que tiene un lenguaje elocuente: es casi otro libro sagrado, cuyas letras son la multitud de las criaturas presentes en el universo. San Juan Crisóstomo afirma: "El silencio de los cielos es una voz más resonante que la de una trompeta: esta voz pregona a nuestros ojos, y no a nuestros oídos, la grandeza de Aquel que los ha creado" (PG 49, 105). Y san Atanasio: "El firmamento, con su grandeza, su belleza y su orden, es un admirable predicador de su Artífice, cuya elocuencia llena el universo" (PG 27, 124).

Audiencia del Miércoles 30 de enero del 2002