Catequesis del Papa Juan Pablo II (2): Salmo 150

1. El himno que acaba se servir de apoyo para nuestra oración es el último canto del Salterio, el Salmo 150. La palabra final que resuena en el libro de la oración de Israel es el aleluya, es decir, la alabanza pura a Dios, y por este motivo el Salmo es propuesto en dos ocasiones por la Liturgia de los Laudes, en el segundo y en el cuarto domingo.

El breve texto está salpicado por la sucesión de diez imperativos que repiten la misma palabra «hallelû», «¡alabad!». Como música y canto perenne, parecen no apagarse nunca, como sucederá también en el célebre aleluya del «Mesías» de Händel. La alabanza a Dios se convierte en una especie de respiración del alma sin pausa. Como se ha escrito, «esta es una de las recompensas del ser humano: la tranquila exaltación, la capacidad de celebrar. Está bien expresada en una frase que el rabino Akiba dirigió a sus discípulos: "Un canto cada día / un canto para cada día"» (A. J. Heschel, «Chi è l’uomo?», Milán 1971, p. 198).

2. El Salmo 150 parece desarrollarse en tres momentos. Al comenzar, en los primeros dos versículos (versículos 1 a 2), la mirada se fija en el «Señor», en «su templo», en «su fuerte firmamento», en «sus obras magníficas», en «su grandeza». En un segundo momento --como si se tratara de un auténtico movimiento musical--, en la alabanza queda involucrada la orquesta del templo de Sión (cf. versículos 3-5b), que acompaña el canto y la danza sagrada. Al final, en el último versículo del Salmo (cf. v. 5c) aparece el universo, representado por «todo viviente» o, recalcando el original hebreo, «todo ser que alienta». La vida misma se hace alabanza, una alabanza que sube desde las criaturas hacia el Creador.

3. Nosotros, ahora, en nuestro primer encuentro con el Salmo 150, nos conformaremos con detenernos en el primer y último momento del himno. Sirven de marco para el segundo momento, corazón de la composición, y que examinaremos en el futuro, cuando la Liturgia de los Laudes vuelva a proponer este Salmo.

La primera sede en la que se desarrolla el canto musical y de oración es el «templo» (cfr v. 1). El original hebreo habla de área «sacra», pura y transcendente en la que habita Dios. Hace referencia, por tanto, al horizonte celeste y paradisíaco donde, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna y perfecta liturgia del Cordero (cf. por ejemplo Apocalipsis 5, 6-14). El misterio de Dios, en el que los santos son acogidos para participar en una comunión plena, es un ámbito de luz y de alegría, de revelación y de amor. No por casualidad, si bien con cierta libertad, la antigua traducción griega de los Setenta y la misma traducción latina de la Vulgata propusieron, en vez de «templo», la palabra «santos»: «Alabad al Señor entre sus santos».

4. Del cielo, el pensamiento pasa implícitamente a la tierra, subrayando las «obras magníficas» de Dios, que manifiestan «su inmensa grandeza» (versículo 2). Estos prodigios son descritos en el Salmo 104, en donde se invita a los israelitas a «meditar en todos los prodigios» de Dios (v. 2), a recordar «las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca» (v. 5); el salmista recuerda entonces «la alianza sellada con Abraham» (v. 9), la extraordinaria historia de José, los prodigios de la liberación de Egipto y la travesía del desierto y, por último el don de la tierra. Otro Salmo habla de situaciones angustiosas de las que el Señor libera a quienes le «gritan»; las personas liberadas son invitadas repetidas veces a dar gracias por los prodigios realizados por Dios: «Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres» (Salmo 106, 8.15.21.31).

Se puede entender así, en nuestro Salmo, la referencia a las «obras fuertes», como dice el original hebreo, es decir, los «prodigios» poderosos (cf. v. 2), que Dios disemina en la historia de la salvación. La alabanza se convierte en profesión de fe en Dios Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino, que se despliega creando y salvando, dando la vida y la liberación.

5. Llegamos así al último versículo del Salmo 150 (cf. versículo 5c). El término hebreo utilizado para indicar a los «vivientes» que alaban a Dios hace referencia a la respiración, como antes decía, pero también a algo íntimo y profundo, innato en el hombre.

Si bien se puede pensar que toda la vida de lo creado es un himno de alabanza al Creador, es más preciso, sin embargo, considerar que una posición de primacía en este coro es reservada a la criatura humana. A través del ser humano, portavoz de toda la creación, todos los vivientes alaban al Señor. Nuestra respiración de vida, que quiere decir también autoconciencia, consciencia y libertad (cf. Proberbios 20, 27), se convierte en canto y oración de toda la vida que palpita en el universo. Por ello, recitemos entre nosotros «salmos, himnos y cánticos inspirados; cantando y salmodiando al Señor» de todo corazón (Efesios 5, 19).

6. Al transcribir los versículos del Salmo 150, los manuscritos hebreos reproducen con frecuencia la «Menorah», el famoso candelabro de siete brazos, colocado en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén. Sugieren así una bella interpretación de este Salmo, que desde siempre ha sido un auténtico «Amén» a la oración de nuestros «hermanos mayores»: todo hombre, con todos los instrumentos que su ingenio ha inventado «trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos sonoros», como dice el Salmo, pero al mismo tiempo también «todo viviente» es invitado a arder como la «Menorah» frente al Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y de acción de gracias.

Unidos con el Hijo, voz perfecta de todo el mundo por Él creado, convirtámonos también nosotros en oración incesante ante el trono de Dios.

Audiencia del Miércoles 10 de enero del 2002